Un señor tenía
un pato que ladraba. Lo metió en un canasto con tapa y se fue a
recorrer las plazas de los pueblos.
Le decía a la
gente que tenía un pato que ladraba, pero nadie le creía. “Si me dan
una moneda”, les decía, “se los muestro. Si no ladra, les devuelvo
la moneda y les doy otra más”.
Entonces sacaba
el pato, que como estaba un poco confundido no ladraba, le hablaba
en la oreja para convencerlo y el pato ladraba.
Con el dinero
que ganó gracias al pato, el señor se compró una motoneta (para él)
y un carrito (para el pato). El carrito tenía una sola rueda e iba
enganchado a la motoneta como un sidecar. También le compró un casco
al pato.
Un buen día,
el señor encontró un gato que hacía mu y también lo metió adentro
del carrito. Se llevaba muy bien con el pato.
Después
encontró un perro que hacía miau y tuvo que agrandar el carrito. En
realidad, lo cambió por otro más grande (un carro y no un carrito).
Compró dos cascos más.
Fue entonces
cuando encontró la vaca que hacía cua y tuvo que comprar un
carromato de circo para que entraran todos. (Los cascos ya no eran
necesarios)
En el viaje los
animales conversaban porque si no se aburrían. Se hicieron muy
amigos.
En medio de la
larga travesía por la llanura, el pato le enseñó a ladrar al perro,
el perro le enseñó a maullar al gato, el gato le enseñó a mugir a la
vaca y la vaca le enseñó a parpar al pato.
Entonces se
dieron la mano, abrieron la puerta del carromato y cada uno se fue
por la vida con rumbo distinto.
Ahora que eran
bilingües podían trabajar como traductores (sobre todo el pato, el
gato y el perro) o como secretaria ejecutiva (sobre todo, la vaca)
También podían
publicar un diccionario vaca - gato, gato - vaca; pato - perro,
perro - pato; etcétera.
El señor les
vendió el carromato a los gitanos y se fue con su motoneta a buscar
algún gladiolo con olor a jazmín, o bien, alguna mandarina con gusto
a banana.
No sabemos qué
tal le fue. |