LA BÚSQUEDA DE FRIOLERO

Friolero está triste.

 Friolero anda algo tristón estos últimos días. Quizás tenga que ver con que el verano ha llegado a su fin: los días son más cortos, los árboles van dejando caer las hojas que hasta hace nada formaban sus frondosas copas, y los atardeceres traen vientos con promesas de nieves.

Friolero quiere creer que esa es la razón de su melancolía, aunque en el fondo sabe que la causa es su viaje a Barataria. A pesar de haber evitado una cruel guerra y liberado a su nueva amiga, Violeta de Robledo, de su compromiso matrimonial con el rey Leocadio al que no amaba, siente que su alegría no es la de antes. El objetivo de su viaje era encontrar a sus padres y está como al principio: No tiene ni idea de dónde pueden encontrarse. ¡Ni siquiera sabe si están vivos! Necesita encontrar a los suyos, a otros gigantes como él.

Cuando ya está en pie, todo es más sencillo: se junta con sus amigos, se ocupa limpiando la cueva, recogiendo leña para el invierno que se avecina o pintando las paredes de su hogar con pinturas que le ha regalado el maestro Don Rodrigo, con quien ha hecho una gran amistad. Es más, el maestro le está enseñando a leer y escribir y Friolero está encantado con la idea, sobre todo cuando ha empezado a leer sus primeros libros de cuentos e historias de épocas pasadas y lugares lejanos.

Sin embargo, durante esos primeros momentos de cada mañana, con la modorra cerrándole los párpados, le puede la tristeza y piensa que quizás nunca esté con los suyos, con gigantes como él. Y esta mañana no es distinta a cualquier otra.

Finalmente se levanta con lentitud y tras desayunar con desgana, decide coger las pinturas para pintar ese sol otoñal que asoma perezoso por el horizonte, pero cuando las tiene en la mano se da cuenta que no le apetece demasiado dibujar. En realidad necesita hablar con alguien. Bueno, eso sí que puede hacerlo, a fin de cuentas tiene un montón de amigos donde elegir. Piensa un rato largo y al final se pone de pie con expresión decidida. Ya sabe con quién le apetece hablar esa mañana, buscará a Rodrigo, quiere preguntarle un par de cosas y si alguien tiene respuestas para casi todo, ese es el señor Maestro.

Rodrigo anda algo liado, dentro de una media hora darán comienzo las clases así que se pone su gorro de lana, ya que hace algo de frío y no le queda mucho pelo en la cabeza, acaba de beber un vaso de leche a la vez que recoge una gran cartera repleta de todo tipo de papeles. Luego se despide de Melibea, la señora que le ayuda en casa, y abriendo la puerta, va a echar a correr. Pero no echa a correr, se detiene mirando hacia el cielo.

-¡Dios mío!-, exclama. -¡Qué oscuro está todo! Sin duda va a llover con fuerza-. ¡Entonces se echa hacia atrás alarmado porque el cielo se ha movido! Tarda unos segundos en comprender lo que ha sucedido: Friolero está parado delante de su puerta y al ser tan grande tapa toda la luz del sol.

-¡Vaya susto me has dado, amigo mío!-.

-Lo siento señor Maestro, no era mi intención-, se disculpa Friolero.-Necesitaba hablar con alguien y por eso he venido a verle.

-¡Uf! Me pillas en mal momento, me marchaba a clase en estos momentos. Quizás más tarde...

-El caso es que yo necesitaba saber algo sobre la historia del pueblo- le comenta Friolero manteniendo el paso apresurado del maestro sin problema alguno. –Pensé que me podría contar cosas...

-Sí, sí claro que podría-, le interrumpe Rodrigo algo impaciente. –Pero ahora tengo clase Friolero, me es imposible hablar contigo.

Han llegado a la puerta de la escuela y desde allí se oyen las risas y los gritos de los niños.

-¿Ves? Si tardo mucho empiezan a jugar y luego no hay manera de que se centren en las lecciones.

-Comprendo, me marcho entonces- musita Friolero cabizbajo.

Rodrigo se detiene al ver la decepción de su amigo.

–Espera, tengo una idea ¿Por qué no vas a hablar con el abuelo Bernardino? Si alguien sabe más historia del pueblo que yo, ese es él.

A Friolero se le ilumina la cara. -¿Querrá hablar conmigo?

-El abuelo Bernardino está preparado para hablar todo el día, sea con quien sea-, ríe el maestro. -No te preocupes por hacerle hablar, preocúpate por hacerle callar-. Rodrigo deja de reír cuando oye nuevos gritos desde el interior de la escuela. -Te dejo amigo mío. Ya me contarás cómo te va con el abuelo Bernardino.

-Adiós y gracias- dice Friolero y se aleja feliz hacia la plaza del pueblo. Sabe que ahí es dónde se juntan siempre las personas mayores del pueblo, los que han dedicado años al trabajo y ahora se han ganado el derecho a descansar.

El abuelo Bernardino

 

El abuelo Bernardino es tan viejo que afirma haber conocido a la luna tan joven que en aquellos días nunca llegaba a estar llena.

-Iba creciendo y creciendo y a la que estaba a punto de ponerse redonda ¡Plaf! Comenzaba a menguar de nuevo. Hubo una gran fiesta la primera vez que se llenó del todo, la recuerdo como si fuera ayer. Entonces yo era joven y fuerte como un buey...

La verdad es que el abuelo Bernardino es muy, muy viejo aunque también es cierto que tiene una enorme imaginación y que le gusta tomarle un poco el pelo a la gente. Muchas cosas de las que cuenta no son totalmente ciertas, sin embargo, sí que ha vivido mucho y podría contar muchas historias entretenidas y lo hace, aunque hay otras que se calla, hechos que tuvieron lugar en el pasado y que prefiere no recordar.

Quizás ande con el pensamiento perdido en alguno de esos oscuros sucesos hoy, porque se le ve cabizbajo bajo el gran castaño que reina en la plaza del pueblo. Tiene la mirada perdida y a pesar de que hay otros ancianos sentados con él, está callado y nadie ha sido capaz de arrancarle nada más allá de un par de gruñidos. En ese instante todos alzan la cabeza algo asustados, un gran ruido hace que tiemblen en su asiento y hasta que ven a su dueño no se calman.

-¡Es Friolero!- exclama Jonás, dueño de una larga y blanca barba de la que se siente muy orgulloso.

-Debería de andar con más cuidado, un día de estos atropellará a alguien- refunfuña Samuel, un abuelo chiquitín y arrugado como un pergamino antiguo.

-Eso nunca ha ocurrido, Samuel- repone Gerardo con su eterna sonrisa de cuatro dientes. -¿Me pregunto que querrá?

Friolero detiene sus pasos ante los ancianos y tras recuperar el aliento, les pregunta quién de ellos es Bernardino. Ninguno le responde aunque todas las miradas se dirigen al flaco abuelo de mirada perdida que no parece haber advertido la llegada del gigante.

-¿Es usted Bernardino?- pregunta Friolero. -Don Rodrigo me ha dicho que puede ayudarme.

Bernardino levanta la vista poco a poco hasta detenerse en el rostro de Friolero.

-¿Ayudarte?- repite después de unos segundos. -¿En qué podría un pobre anciano como yo ayudar a alguien tan grande y fuerte como tú?

-Necesito saber sobre los gigantes que vivieron en las montañas y Don Rodrigo dice que si alguien puede contarme algo, ese es el abuelo Bernardino.

Los demás ancianos se han girado llenos de curiosidad: ¡Los gigantes! Nadie sabe mucho sobre ellos y están ansiosos por oír lo que tenga que contar el abuelo Bernardino. Friolero se siente incómodo, de pronto la presencia de tanta gente le aturulla un poco.

Bernardino se pone trabajosamente en pie y luce un gesto de enfado en el rostro.

-¡Vamos, fuera de aquí!

Friolero siente que le arde el rostro. ¿Qué habrá hecho para enfadar a Bernardino? Más no es a él a quien echa el anciano.

-¡Venga! ¿No me habéis oído? El muchacho viene a hablar conmigo, no creo que le apetezca hacerlo delante de todos vosotros.

Los demás se levantan entre gruñidos de decepción: Para algo interesante que iba a ocurrir y van los echan. Cuando ya se han alejado al otro lado de la plaza, Bernardino se vuelve hacia Friolero.

-Y bien, amigo gigante. ¿A qué viene este interés por los tuyos?

Friolero toma aire y le cuenta todo a Bernardino: Quiere encontrar a sus padres, no sabe nada de ellos, ni un pequeño recuerdo. Cada vez los añora más y se pregunta si el abuelo recuerda algo sobre gigantes como él.

Bernardino queda pensativo mientras le da fuertes caladas a una pipa maloliente. Tan callado queda que Friolero empieza a preguntarse si no se habrá quedado dormido. Al final el anciano sufre un ataque de tos y apaga la pipa con un gruñido.

-¡Condenada pipa! Cuando era mozo no me hacía toser así, el tabaco es cada vez peor-. Luego mira a Friolero. -Tengo recuerdos de cuando era niño mi buen amigo, recuerdos muy lejanos que no sé si te servirán de algo.

El gigante le mira ansioso, pero Bernardino está encendiendo su pipa de nuevo. Decide armarse de paciencia, sospecha que meterle prisa al anciano no servirá de nada.

-Bueno, esto está mejor- comenta satisfecho Bernardino envuelto en una nube de olor sospechoso. -Como te decía, algo hay en el fondo del baúl- acompaña la frase llevándose el índice a la sien mientras sonríe de medio lado. –Algo que sospecho tiene que ver contigo. Fue el primer día que vimos la hoguera en las Montañas del Hielo, el mismo día que la luna cegó al sol, por eso lo recuerdo tan bien, más de uno estaba convencido de que era el fin del mundo-. Calla de nuevo mientras Friolero siente un cosquilleo en el estómago, presiente que por fin va a averiguar algo.

-¿Qué edad tienes?-. La pregunta coge al gigante desprevenido, encoge los hombros perplejo ¡No tiene ni idea! Cree que debe tener la edad de sus amigos, unos once o doce años. Bernardino menea la cabeza cuando oye su respuesta.

-Dudo mucho que sea esa tu edad, yo tengo más de cien años y apenas era un chiquillo cuando ocurrió lo que te he relatado.

-La hoguera la encenderían mis padres- repone Friolero. –Es imposible que yo tenga cien años.

-Si son ciertas las historias que contaban sobre los gigantes, sólo encendían hogueras por un motivo: el nacimiento de un hijo. A ellos el frío no les afectaba, excepto en casos como el tuyo-. Mira a Friolero desde la sombra de sus pobladas cejas. -¿Comprendes lo que te quiero decir muchacho? Si encendieron una hoguera fue porque había nacido un bebé y que yo sepa, por aquí sólo hay un niño gigante y ese eres tú.

-Yo no recuerdo nada de eso, yo...

-¿Qué es lo primero que recuerdas?- interrumpe Bernardino con impaciencia.

La pregunta le parece sencilla a Friolero hasta que intenta responderla. ¿Cuál es su recuerdo más antiguo? Por su mente discurren imágenes de soledad y de frío, mucho frío hasta el feliz verano en que conoció a los niños que le descubrirían el mundo exterior.

-No creo que recuerdes nada importante. Que viváis tantos años quiere decir que crecéis con lentitud, tanto de cuerpo como de mente. Si has sobrevivido hasta ahora es por tu tamaño muchacho-, explica el anciano dándole una amistosa palmada a la altura de las rodillas ¡No alcanza más arriba!

–No hay mucho más que te pueda contar de esos días. Leyendas sí, esas que hablaban de un terrible gigante que raptaba niños y devoraba ovejas, pero tú sabes bien que las gentes de algo han de hablar en las largas noches de invierno-. El anciano calla encogiéndose de hombros, al parecer ya no tiene más que decir así que Friolero se dispone a marcharse algo decepcionado: no ha averiguado mucho, sólo que tiene más de cien años de edad y poco más. Va a darle las gracias a Bernardino por el tiempo que le ha dedicado cuando el anciano empieza a hablar de nuevo.

-Sin embargo, hay una leyenda que no creo que conozcas. A mí me la contaba mi abuela Leonor. Hablaba sobre los gigantes y la batalla que mantuvieron con los trolls. Dice que en tiempos hubo una terrible batalla entre ellos en la que vencieron los gigantes. Fue una victoria amarga ya que la sangre manchó todas las manos, y decidieron marcharse ante la amenaza de los trolls de volver a millares buscando venganza. Mi abuela me contaba que los gigantes eran pacíficos, sólo luchaban si se veían obligados, así que marcharon a otro lugar a través del Paso de las Ventiscas-. Bernardino encoge los hombros. –No sé qué habrá de cierto en todo esto y me temo que sea lo único que te puedo contar.

Friolero nota un cosquilleo que le sube desde el estómago y estalla en un grito de júbilo que sobresalta a todos los ancianos de la plaza. ¡Buscará el Paso de las Ventiscas! Si los de su raza recorrieron ese camino, él también lo hará. Está convencido de que por fin hallará a su gente.

-Muchacho, posiblemente no sea más que una leyenda- le advierte Bernardino. –No quisiera que te aventuraras en esas montañas y menos con las nieves coronando las cumbres.

-No se preocupe abuelo, soy grande y fuerte. Ya sé que quizás sólo sea una leyenda pero tengo que intentarlo.

-Supongo que sí, yo haría lo mismo. Cuídate amigo gigante, recuerda que aunque seas grande, más lo son las montañas.

Friolero se despide de Bernardino aguantando las ganas de darle un abrazo, tiene miedo de hacerle daño, y marcha corriendo hacia la escuela.

Tiene decidido partir hoy mismo, se detendrá lo justo para recoger su morral con algunos alimentos, y antes quiere despedirse de todos sus amigos.

Poco a poco detiene su paso, está pensando que quizás no sea una buena idea despedirse después de todo. Este viaje ha de hacerlo solo. Cuando viajó a Barataria lo hizo con sus amigos y el maestro, sin embargo este es un viaje mucho más peligroso y no puede pedirles que vayan con él. Friolero está confundido: no quiere irse a hurtadillas y por otra parte, no puede arriesgarse a que los niños decidan seguirle por su cuenta y riesgo. ¿Qué puede hacer?

Despedidas.

Rodrigo está en clase revisando sus notas antes de marchar a comer a casa. La mañana ha sido dura, los niños tenían ganas de todo menos de atender a sus explicaciones y aunque normalmente le respetan y acaban comportándose como es debido, hoy han estado más rebeldes de lo normal. El maestro sabe que en el fondo la culpa es suya, ha tenido la cabeza en otras cosas y le resultaba difícil centrarse en las lecciones. Le preocupa Friolero, ha cogido cariño al gigante y teme que el afán de hallar a sus padres acabe alejándole del pueblo hacia lugares peligrosos. Le encantaría que encontrase a los suyos, entiende la inquietud de su amigo, pero su miedo es que pueda sucederle algo. Por grande y fuerte que sea, no deja de ser un niño y el mundo no es sitio para que un niño deambule por su cuenta.

Suspira apartando las notas sin leer, piensa que lo mejor es ir a casa, hablará con Friolero después de las clases de la tarde.

Al salir del colegio y cerrar el portón es consciente de que alguien está observándole, se gira con el ceño fruncido, ¿quién está espiándole?

-¡Para ser tan grande tengo que admitir que eres sigiloso!- exclama al ver a Friolero apoyado en un árbol. – ¿Encontraste al abuelo Bernardino?

Friolero se incorpora para alivio del árbol cuyo tronco amenazaba con partirse, y le cuenta todo lo que Bernardino le relató.

-Me marcho señor Maestro-, concluye Friolero. -Ya sé que el tiempo no es el más propicio y sin embargo, no puedo controlar el impulso que me empuja a emprender la busca sin más esperas.

Rodrigo asiente en silencio, lo que temía está ocurriendo y sabe que nada ni nadie convencerá al Friolero de que abandone su idea.

-¿Te has despedido ya?- le pregunta con resignación.

Friolero evita su mirada, está como avergonzado.

-No podría, sé que intentarían venir conmigo, sobre todo Sarah. Despídame de ellos.

Una lágrima cae con un ¡plof! tremendo a los pies del maestro quien comprende lo duro que debe ser todo para el gigante y entiende perfectamente el porque de su marcha en secreto. Cuando Friolero acompañó al Rey desde Barataria para hacer la guerra, Sarah le siguió a escondidas. Por fortuna, todo acabó bien e incluso la niña ayudó a Friolero a evitar la guerra. Ahora es distinto, si el gigante va a recorrer el Paso de las Ventiscas bastante tendrá con cuidar de sí mismo. Rodrigo le promete que hablará con los niños.

-Dígales que volveré, no sé cuándo, pero volveré. No voy a olvidarles-.

Finalmente se despiden. El maestro le ofrece cuantos consejos se le ocurren e insiste en que sea precavido.

Cuando Friolero se marcha, Rodrigo le observa hasta que lo pierde de vista. Tiene los ojos húmedos y está preguntándose si volverá a ver a su amigo.

En la montaña

Cuando Friolero emprende el camino, nota como le revolotean las mariposas en el estómago, la emoción de haberse puesto en marcha le acompaña durante las dos primeras horas. Ahora está atardeciendo y el sol enrojecido parpadea antes de ocultarse tras las montañas. Cuando la sombra del gigante se convierte en una larga serpiente gris pegada a sus pies, empieza a notar el frío cortante en el rostro. Resulta asombrosa la rapidez con que desciende la temperatura ahora que anochece y se va adentrando en las alturas.

No sabe realmente lo que busca, ni el abuelo Bernardino ni el señor Maestro han sabido decirle con exactitud dónde está el Paso de las Ventiscas, sólo sabe que es un camino cerca de las cumbres de las Montañas de Hielo. Confía en encontrarlo pronto, sería terrible deambular sin rumbo por esos parajes desolados. Cuanto más alto sube, más escasean los árboles que acaban por dar paso a matorrales chatos y retorcidos que se encogen sobre si mismos para sobrevivir entre al frío y el viento. Pronto ni los matorrales le acompañan, ante su vista sólo se extiende un campo de nieve tan blanca que hiere la vista a pesar de la escasa luz.

Friolero se arrebuja como puede con las pieles que ha cogido, el frío es ya tan intenso que le hace sentir sueño. Recuerda las palabras del abuelo Bernardino acerca de que los gigantes no pasan frío. No se refería al frío que hace en lo alto de la montaña, ese es un frío al que no le importa el tamaño, te abraza como si fueras un bebé al que quisiera dormir. Friolero tiene claro que no debe detener su paso, si queda dormido, jamás volvería a despertar. Tiene que encontrar un refugio para pasar la noche que ya se avecina.

El sol es apenas un recuerdo, hay estrellas de hielo en lo alto que apenas consiguen alumbrar los alrededores y Friolero sigue caminando. Su aliento es entrecortado, ya ni siquiera mira al frente, lleva la cabeza inclinada concentrado en dar un paso y luego otro mientras el viento se cuela como un cuchillo entre sus ropas. Tiene hambre, sin embargo el morral que llenara de comida antes de emprender el camino, se arruga vacío contra su costado. Comienza a hablar solo, revive momentos con sus amigos, conversaciones que ha mantenido con ellos y los miles de juegos que han disfrutado juntos. Poco a poco, el viento se aleja hasta convertirse en un murmullo y le vence el sueño. Cuando sale la luna, alumbra un cuerpo gigantesco totalmente inmóvil sobre la superficie de la nieve, al que el viento va enterrando lentamente. Apenas se vislumbra la cabeza del gigante cuando como salida de la nada, surge una sombra alargada y deforme que examina cautelosa lo que tiene delante. De la sombra surge un murmullo cantarín.

-¿Qué cosa tan extraordinaria es ésta de aquí? ¿Uno de esos impertinentes, quizás?-. La sombra se detiene al lado del cuerpo caído con la cabeza inclinada en actitud de escucha. –Poco hálito resta en él. La montaña reclama su presa y no somos quienes para discutir con la montaña-. La sombra se aleja. – Debe ser un impertinente, seguro que sí, uno muy tonto para perderse aquí-. Una risita se pierde en el viento que arrecia echando más nieve sobre Friolero, del que apenas sobresale la coronilla.

– ¿Temes que os arrebatemos la presa, mi estimada montaña? ¿No ves que no nos interesa?- comenta la sombra burlona, pero ha vuelto sobre sus pasos y una mano de dedos largos y uñas fuertes se posa sobre la espalda de Friolero. Pasan largos minutos durante los que la temperatura baja más todavía y la sombra sigue inmóvil con su mano posada sobre Friolero que apenas respira. Por fin, la sombra retira su mano y ríe por lo bajo.

–Quizás tus temores sean finalmente certeros, querida y cruel montaña, creo que os arrebataremos esta presa. 

Frío

-¡Eso es trampa! ¡Eres un tramposo Friolero! ¡No voy a jugar más contigo!-. Sarah está furiosa con él y Friolero no acaba de comprender por qué.

Le pregunta qué ocurre y ella calla. Tiene los brazos cruzados y una expresión de enorme enfado en el rostro. El gigante tiene frío, un frío intenso que le paraliza como una fiera que quisiera cazarlo, sin embargo Sarah no parece notar el frío, lleva un vestido de tirantes y va descalza.

-Sarah, escucha-, suplica Friolero preocupado. –Vamos a mi cueva, hace mucho frío y te pondrás enferma.

-¿Frío?-, se burla Sarah. –No hace frío gigante tonto, lo que ocurre es que te has olvidado de quienes te quieren, por eso vuelves a tener frío como cuando te conocimos.

Para Friolero es como si le hubieran dado una bofetada. ¿Cómo puede creer Sarah que les ha olvidado?

-No, no, no...-, balbucea tendiéndole las manos. Sarah va desapareciendo en su lugar un rostro de rasgos afilados y tremendamente arrugado, le escudriña de cerca. Friolero da un respingo y el dueño del rostro se aparta ágilmente a un lado.

Aturdido aun por el sueño, el gigante intenta recordar qué ha ocurrido. Lentamente recupera la memoria: su charla con el abuelo Bernardino, cuando se despidió de Rodrigo, el frío intenso al caer la noche, la idea de que echar una cabezada sobre la nieve estaría muy bien y luego nada. Desde luego ya no está en la nieve, puede verla a través de la abertura de la cueva sobre cuyo suelo está tumbado y allí dentro ruge un buen fuego que mantiene el ambiente caldeado.

¿Cómo ha llegado hasta allí? Recuerda el rostro que le observaba cuando despertó, ¿formaría parte del sueño? No, allí en un rincón, observándole con una sonrisa de medio lado, hay un ser del tamaño de un niño pequeño con la piel del color de una nuez e igual de arrugada. Parece un frágil anciano aunque se mueve con gran agilidad y además, Friolero piensa que si ha sido capaz de arrastrarle hasta allí él solo, debe de ser mucho más fuerte de lo que parece.

Su pequeño salvador se acerca a él llevando un caldero que ocupa sus dos brazos ¡Claro que para Friolero apenas tiene el tamaño de una taza! Del caldero surge un aroma que le hace la boca agua, no sabe cuánto hace que está inconsciente, pero tiene un hambre voraz.

El hombrecillo le pone delante el caldero indicándole con un gesto que coma.

-Gracias- susurra Friolero. -¿No come conmigo?

-Ya hemos comido grandullón. ¡Oh sí! Lo hemos hecho hasta hartarnos, come tú y no temas acabarlo, buena falta te hace.

Friolero mira con sorpresa a su anfitrión, ¿a quién se referirá cuando dice: “Hemos comido”? Él no ve a nadie más. Además, ¿cómo puede decirle que coma hasta hartarse siendo él tan grande? El aroma procedente del caldero puede más que sus dudas y decide comer, por poco que haya algo le aliviará. Da un buen trago al caldo caliente y nota enseguida como su estómago brama pidiendo más. Está exquisito, no sabría decir que lleva pero no recuerda haber probado jamás algo tan sabroso. Deja el caldero en el suelo con pesar, la pequeña ración apenas ha servido para despertar su apetito.

El hombrecillo le mira con curiosidad. -¿Qué ocurre grandote? ¿No te gusta el caldo que hemos preparado?

-Es excelente-, se apresura Friolero. –Si pudiera repetiría-, añade sin poder contenerse. No es muy educado hablar así a quien te ha dado todo lo que tiene, sin embargo Friolero está hambriento.

-Pues come, come cuanto quieras y no temas acabarlo, que no lo conseguirás.

El hombrecillo le señala el caldero y Friolero observa con asombro que vuelve a estar repleto del caldo humeante. Tomar el calderote nuevo vaciándolo en unos segundos. Se siente algo mejor, aunque si... Queda boquiabierto, no bien ha dejado el caldero en el suelo este vuelve a estar lleno caldo. Friolero decide que todo es bastante extraño, aunque ya pensará en eso cuando haya saciado su hambre. Hasta treinta calderos repletos toma Friolero y cuando deja el último sobre el suelo, está ahíto y el calor recorre sus miembros como si en lugar de sangre, tuviera fuego en las venas.

-Hacía mucho que no sentía tanto frío, desde…-, el recuerdo de su primer encuentro con los niños acude rápidamente. No sentía tanto frío desde que dejó de ser el gigante solitario.

Vuelve la mirada hacia el extraño ser que le ha salvado la vida, piensa que debería ser más cortés y agradecerle todo lo que ha hecho por él. A fin de cuentas le ha salvado la vida.

-Señor… No sé cómo se llama, pero quiero agradecerle su amabilidad…- los aspavientos del otro le detienen. Agita las manos como si estuviera rodeado de avispas que quisieran picarle.

-Nosotros no queremos tus gracias y tampoco somos señores, ni tenemos nombre. Somos simplemente nosotros.  Además, quizás te devuelva a la montaña si resultas ser un impertinente-. Lo dice sonriendo pero los ojos grises son fríos como un carámbano.

-¿Un impertinente? No creo ser un impertinente. Si mi presencia te, mejor dicho, os molesta, me marcharé.

-Eso grandullón, lo decidiremos nosotros-.

Carámbano, que es el nombre que Friolero ha decidido darle al extraño ser por su mirada tan fría como el hielo, se acerca y posa su mano sobre el pecho del gigante. Al igual que hiciera cuando Friolero estaba caído en la montaña, queda callado con la cabeza ladeada. Parece escuchar aunque el gigante sólo oye el silbido del viento.

-Vaya, vaya, eres uno de la antigua raza. ¿Cuánto hacía que no veíamos a uno de los tuyos?

Friolero se incorpora de un salto, ¡Seguramente Carámbano habla de su gente!

-No lo recordamos, además ¿Qué importancia tiene? Todos pasan con la intención de no volver-. Entonces su risa surge a carcajadas. No hay alegría en esa risa. –Aunque algunos no cuentan con nuestra intención-, dice finalmente con el gesto de repente serio.

-No os entiendo y quisiera saber…

-Sí, sí-, le interrumpe agitando de nuevo las manos como un loco. –Todos queréis saber, pero aquí somos nosotros quienes hacemos las preguntas.

Friolero se siente cada vez más incómodo. Ante el silencio de Carámbano que la ha dado la espalda sumido al parecer, en sus pensamientos, decide callar. Tiene la sensación de que puede acabar de nuevo en la nieve si el otro decide que sí es un impertinente.

-Queremos saber qué hacíais en la montaña.

Friolero piensa durante unos segundos: si la respuesta que da no le satisface, sabe muy bien que le echará fuera de la cueva, devuelta a la nieve. Decide de todas formas, que la mejor de las respuestas es la verdad y así le contesta. Su intención era hablarle sólo de sus padres y casi sin querer, se encuentra contándole toda su historia: Desde por qué le llaman Friolero, sobre sus primeros amigos, las aventuras en Barataria, sus conversaciones con Rodrigo y por último, la leyenda que le contara Bernardino y que le ha traído hasta aquí. Cuando acaba, observa que Carámbano le ha dado la espalda y que esta le tiembla de una manera extraña. ¿Se estará riendo de mí?, piensa Friolero algo irritado. Quizás no se esté riendo piensa a continuación. Quizás esté… El otro se da la vuelta de pronto y en su mirada hay algo extraño.

-De acuerdo grandullón, vemos que no eres un impertinente. Permitiremos que sigáis vuestro camino. Buscas a quienes son iguales a ti, entre ellos hallarás afecto. Nosotros nos tenemos a nosotros y sólo somos iguales a nosotros mismos-. Dicho esto, camina hacia el fondo de la cueva hasta perderse entre las sombras que bailan con el fuego.

-Un momento-, le llama Friolero.- ¿Os he contado mi vida y vosotros decís que ya está? A una buena historia le corresponde otra-, concluye citando una frase de Don Rodrigo.

Carámbano asoma la cabeza con el ceño fruncido aunque parece más sorprendido que enfadado.

-¿Qué queréis de nosotros grandullón? Os hemos devuelto la vida y la libertad para hacer con ella lo que os venga en gana.

-Pues, pues…-, Friolero piensa con rapidez, ¡De pronto no sabe qué decir! Cuando Carámbano comienza a darle de nuevo la espalda le lanza lo primero que le pasa por la cabeza.

-¿Cómo estáis tan seguros de que no somos un impertinente?

-¿Lo sois?-, le devuelve la pregunta entrecerrando los ojos.

-Vosotros decís que no-, se apresura Friolero. –Aunque yo no puedo saberlo porque no sé qué es un impertinente para vosotros.

-Ven-, le ordena internándose de nuevo en las sombras del fondo de la cueva.

Friolero se pone de pie y no deja de notar que a pesar de lo grande que es, no tiene que agacharse en ningún momento. ¡La cueva es enorme! Al llegar a las sombras nota que se abre hacia el interior de la montaña, la cueva parece perderse en una oscuridad líquida y amenazante.

-Toma esto grandullón, no creo que tu vista te valga de algo en las sombras-. Le alarga una tea que Friolero ha de sujetar entre el índice y el pulgar, sin embargo ofrece una luz extraordinaria que disipa las sombras. Friolero desea que no fuera así. Preferiría no haber hecho pregunta alguna. ¡Ojalá me hubiera marchado! piensa sobrecogido. Pero ya es tarde, ante la fuerte luz que lleva en la mano, se abre una inmensa sala cuyo final no alcanza a distinguir. La sala no está vacía: miles de seres le observan. Hay cíclopes, trolls, trasgos, dragones,… A todos los reconoce Friolero por las imágenes de los libros que le presta el señor Maestro. Otros sin embargo, le resultan extraños y repulsivos. Seres de aspecto terrible que conforman un ejército que hiela la sangre. Sin embargo, las miradas están vacías, los miembros inmóviles y las expresiones heladas van desde la sorpresa hasta el dolor.

-¿Qué les ha ocurrido?-, musita el gigante temeroso de hablar en voz alta por si los ocupantes de la horrible sala pudieran despertar.

-Son impertinentes, grandullón.

-¿Qué les ocurrió?-, repite Friolero. -¿Por qué están…así?

-La montaña, grandullón. Desafiaron a la montaña y ella les derrotó. Luego los traigo aquí para que nos hagan compañía-. Carámbano sonríe. –Aunque son distintos y no muy buena compañía-, refunfuña al final.

-¿No los salvasteis como a mí?

-En sus corazones sólo había sitio para una palabra YO. Por mucho que busqué sólo hallé esa palabra. Desafiaron a la montaña y olvidaron traer motivos para vivir. Por eso murieron-. Carámbano encoge los hombros. Por eso nosotros somos nosotros. Necesitamos motivos para vivir.

Friolero siente una profunda tristeza al oír la explicación de Carámbano. No acababa de entenderla muy bien, pero intuye que detrás hay algo terrible.

-No más preguntas-, le advierte agitando una mano irritada. –Ya sabes lo que es un impertinente. Quizás sí lo seas tú también-, añade con una sonrisa maliciosa.

-No, no lo soy-, responde Friolero lentamente. Ya no tiene miedo, sólo una profunda pena. –Creo que ya amanece, lo mejor es que me marche.

Desde la lejana boca de la cueva, se cuelan unos tímidos rayos de sol y al gigante no le apetece que lleguen hasta el sombrío salón alumbrando aun más el terrible espectáculo.

-Sí, sí. Ya nada te detiene aquí. Tienes que intentar llegar al Paso de las Ventiscas antes de que anochezca o quedarás de nuevo a merced de la montaña. No siempre podré ayudarte.

Friolero frunce el ceño pensativo. ¿Cómo ha podido olvidar el objeto de viaje? De hecho estaba con la idea de volver al pueblo porque siente una añoranza enorme por sus amigos.

-Quizás no sea el momento más apropiado para mi viaje-, repone con lentitud. –quizás deba dejarlo para el verano.

Además, piensa quizás esté buscando lo que ya está perdido y me arriesgue a perder lo que ya tengo.

-Sí, quizás debas hacer eso grandullón. Toma algo de caldo antes de partir aunque no te lleves el tazón.

Friolero asiente y llena bien el estómago de nuevo antes de partir. El camino de vuelta y más de día, será sencillo.

Cuando ha dado unos pasos, se gira para despedirse de Carámbano. No hay nadie, ni siquiera distingue la entrada a la cueva. Siente un poco de miedo y aligera el paso. Tiene ganas, unas ganas enormes de llegar al pueblo porque de pronto ha comenzado a notar un frío distinto al de la nieve. Un frío como el que no conocía desde el verano de la Sequía. Sabe que añora a sus amigos y que cuando esté con ellos el frío desaparecerá.

Epílogo

Sarah admira los dibujos de Friolero mientras sorbe con deleite un buen tazón de chocolate caliente. Fuera hace frío y las nieves están próximas al pueblo.

Los dibujos del gigante son hermosos, piensa Sarah, aunque los encuentra llenos de tristeza.

-¿Y ese es Carámbano?-, le pregunta a Friolero.

-Sí, ese es él-, susurra el gigante.

-Es extraño, su mirada está, no sé… Vacía. Y tú no pareces muy contento-, dice Sarah y posa su mano sobre la del gigante.

-Es que al final él me ayudó y creo que yo no hice nada por él.

-Claro, te salvó la vida.

-No fue sólo eso. En realidad me hizo valorar todo lo que tengo-, mira a Sarah y le dirige un sonrisa. –Ser iguales no es importante Sarah. Él lo cree y por eso está tan solo. Yo casi llegué a creerlo, de no haber conocido a Carámbano quién sabe lo que me habría ocurrido.

Vuelve a mirar el dibujo que ha hecho de Carámbano mientras Sarah, con mucha suavidad, le da un beso en la mano.

Publicado con autorización de su autor

J. E. Álamo

Dedicado a mi hija Sarah y a mis sobrinos Andrés y Ricardo que inspiraron este cuento.

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