Cantarina, era la gota de lluvia más alegre y inquieta que jamás existió. Estaba en una nube tan gorda que parecía que en cualquier momento podía explotar. Pero Cantarina, lógicamente, no estaba sola. Millones de gotas se encontraban junto a ella esperando pacientemente el instante de caer hacia la Tierra.
Pacientemente las demás, porque Cantarina corría de un lado al otro de la
nube saltando y cantando siempre la misma canción: Uno, dos y tresque llueva, que llueva, yo quiero ir a la Tierra lo antes que pueda.
Tormenta, tormenta, soltáte de una vez; yo quiero ir a la Tierra uno, dos y tres.
-¡Calláte de una vez!- le decían algunas gotas que pretendían apretaditas unas contra otras, dormir un rato. - Si querés correr, ¡no lo hagas aquí!- le gritaban otras gotas que habían empezado como diez veces el mismo tatetí. - Es que no puedo, me aburro- exclamaba Cantarina- quiero llegar hasta allí abajo. Ustedes...ustedes son unas aburridas-. Se acostó panza abajo y continuó mirando hacia la Tierra.- ¡Yo veo tantas cosas! Allí hay casas, árboles, chicos por todos lados, plazas... eso, eso ¡allá quiero estar! ¡en una plaza! -¡Basta ya!- gritaron todas, y luego trataron de explicarle-. Ninguna de nosotras sabe dónde caerá. Todos los lugares son lindos y en todos hacemos falta. -Pero las plazas... son tan hermosas...- dijo Cantarina, y siguió panza abajo suspirando.
Luego de un rato de silencio, imposible de creer, se levantó de un salto y gritó: - ¡Miren! ¡La gente anda con paraguas! ¡Creo que es el momento de bajar! ¡Prepárense! Todas las gotas miraron para abajo y de inmediato, usando la poca paciencia que les quedaba, le aclararon: - ¡No son paraguas! ¡Son sombrillas! ¿No te das cuenta de que es un día de mucho calor? Mirá cómo está el sol, más fuerte que nunca. ¡Calláte, Cantarina, esta espera a tu lado se está haciendo in-so-por-ta-ble!
Cantarina miró al sol y sintió muchas ganas de sacarle la lengua, pero no lo hizo porque sabía que ese es un gesto muy feo. Entonces, muy enojada se quedó quieta en un rincón, para ver si lograba dormir un ratito: pero claro, con un ojo abierto, por las dudas...
Pasaron algunas horas. Todo era silencio y quietud en el cielo... Hasta que de pronto... El viento empezó a soplar apuradísimo y los truenos se escuchaban cada vez más fuerte Cantarina abrió el otro ojo. Vio y escuchó todo eso. Quiso gritar pero no pudo... ¡Ahora sí, había llegado el momento tan esperado! La emoción invadió su cuerpo. Observó que todas las gotas ya estaban preparadas para el viaje. Una por una, guiñándole un ojo, le gritaron: -¡Adiós, Cantarina! ¡Suerte! ¡Nos vemos abajo! La nube se desgranó en fresca lluvia. Las gotas caían rectas, serias, elegantísimas. En cambio, Cantarina bajaba dando saltos y vueltas carnero, mientras intentaba convencer al viento para que la llevara hasta una plaza y allí la dejara caer. Y por supuesto, lo convenció.
El viento la tomó de la mano y la dejó suavemente sobre el tobogán más alto. Las otras gotas caían para cumplir diferentes tareas: regaban jardines y quintas; algunas baldeaban los patios de las casas y de las escuelas; otras formaban charquitos especiales para sapos y ranas, y las más románticas zapateaban sobre los techos regalando bellas melodías. Allá en la plaza, y sin perder un segundo, Cantarina comenzó a hacer realidad su sueño... Se deslizó por el tobogán. Corrió por el sube y baja de una punta a la otra. Recorrió toda la calesita y jugó en el trepador La hamacas le encantaron, pero no quiso hamacarse muy alto por miedo a que, en una de esas, el viento la llevara nuevamente al cielo. Cantarina estaba inmensamente contenta.
Nunca se fue de la plaza. En el hueco de un árbol construyó una pequeña casita con hojas secas. Desde allí espiaba a los chicos que en los días soleados llenaban con sus risas cada rincón de la plaza. Cuando salía a jugar por las noches, repetía todo lo que había visto durante el día. La luna la vigilaba. Las estrellas le tiraban besos para saludarla. Durante el día, cuando Cantarina se asomaba por la ventana de su casita, el sol le sonreía, a pesar de que ella un día, muy enojada, casi casi le saca la lengua. Edith Mabel Russo
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