Viajar. Leer. Feria del Libro Infantil 2003
Cuando viajamos leemos el mundo que está fuera del espacio cotidiano. Cuando leemos viajamos sin movernos del lugar. Viajamos en libro, como decía un eslogan. Y leemos el mundo, como señaló Paulo Freire.
Leer y viajar son dos verbos que están estrechamente vinculados. Por lo menos para mi. Tuve una infancia donde algunos libros me permitieron evadirme de una dura realidad. Evasión con el sentido, tan usual hoy, de recreación pasajera, de abandono momentáneo, efímero, de situaciones desagradables, tal vez hasta para no enfrentar un estado de cosas asfixiantes, oprobiosas. Pero evasión, también, es el acto de aquel prisionero que, a fuerza de ingenio y paciencia, logra dejar atrás el represivo mundo de la celda y concreta su sueño de libertad.
Primero fueron las guardas de un libro inglés. Los colores, el grosor del papel, esas letras capitales que, sin dudas, iniciaban discursos importantes, por eso las hacían así, grandes y con dibujitos y dorados y… Mi primer libro… ¡qué orgullo! Tenía un libro, es decir, un bien tan pero tan escaso en mi casa.
Pero después vinieron los años de guardapolvo blanco y de libros aburridos, libros indefectiblemente para algo. Para aprender a leer o a ser bueno, para poder encontrar los adjetivos o para tomar la primera comunión.
A lo mejor por eso un día el libro dejó de tener páginas y dibujos. Llegó por la radio: entre las cinco de la tarde y las seis y media pasaban Tarzán, ¡Uje, Tantor!, con la mona Chita y la, sin dudas, bellísima Jane… y Tarzanito, ¡era Oscar Robito!… y El Llanero Solitario ¡Jaio, Silver y otras sagas acompañadas por algún cacao, no siempre por Toddy, porque era caro.
Y la radio y el cine trajeron a las revistas de historietas, porque Pelopincho y Cachirula u Ocalito y Tumbita eran chistes así de cortitos, que quedaban aprisionados por la Revolución Francesa o por la publicidad de Casa Lamota, donde se viste Carlota, en las páginas del Billiken de cada lunes. Porque… ¿qué clase de pescado sos que La Campagnola no te envasa?
Entonces, decía, llegaron las historietas, las revistas mexicanas, con Roy Rogers, Batman y Robin y Superman, con colores y no como aquel soso El Superhombre local. Y así viajaba, sin moverme de la silla de la cocina, esa que tenían un asiento de junco en cuatro paños que se juntaban en el medio haciendo un buen sustituto del hoyo para mi bolita lechera.
Y así viajaba, y era un héroe que salvaba a los buenos, a las personas comunes. Y así evadía mi debilidad de niño. Y de niño sin mamá, pobrecito, como dice Graciela Cabal. Y me juraba que algún día tendría un cinturón todo repleto de balas de plata. Porque a los villanos-villanos había que matarlos con balas de plata. A los de morondanga no. A esos con las comunes de plomo estaba bien…
Pero cuando, en unos libros amarillos de lomos redondeados conocí al Tigre de la Malasia supe que todo lo anterior había sido un simulacro, ir de un barrio a otro, cabotaje, en el mejor de los casos. La Robin Hood… Voy a marcarme en la parte de atrás cuáles tengo… Mompracem, en la India, un lugar que quedaba lejísimo si es que existía. Ahí estaban los tuareg, y la gente tenía cuerdas de seda para ahorcar a los enemigos, esos ingleses que tenían un virrey (esos sí que existían porque nos habían sacado las Malvinas y yo ponía en el cuaderno “Las Malvinas son argentinas” ahora que no se escribía más “1950, Año del Libertador General San Martín”, ni “Segundo Plan Quinquenal”) Y ahí estaba, peleando con todos, Sandokán, el Tigre de la Malasia. Con Yañez y algún otro, de una fidelidad absoluta al jefe. Y sobre todo, estaba Mariana, la Perla de Labuán, que era la novia de Sandokán. Pero... no por ahora, porque todavía soy un poco chico, pero después… ¡oh, después! No debería sacarte la novia, Sandokán, porque tú eres bueno, como yo, y luchas contra los malos. ¡Pero ella es tan rubia, tan bella…!¡Sus dientes brillan como un collar de perlas! Tiene labios de carmín; ¿qué será eso de carmín? Años después me enteraría de que “El amor es más fuerte…”, que en la vida hay más amigos que traicionan que en la literatura…
Era un mundo de jarcias, de prahos y de miradas torvas; de espingardas, de babor y de estribor, de “¡Oughttt!”, “¡Por Júpiter!” y “¡Morderás el polvo de la derrota, vil mercenario!”
Y entonces llegó el único libro diferente a la escuela: trataba de una señora buenísima y rubia como mi mamá: se llamaba La Razón de mi Vida. Pero a mitad de año no hubo clases por dos días y nos dijeron que ese libro, ese libro que era maravilloso hasta un mes antes de esos días sin clases, ese libro era una porquería y había que tirarlo a la basura. ¿Cómo voy a tirar un libro a la basura? No se puede… no de debe… Seguro que te vas al infierno de cabeza, sin ni un ratito de purgatorio siquiera. ¿Cómo voy a tirarlo si tiene la foto de Evita en la tapa, con el rodete de trenzas, de Evita la que organizaba los campeonatos donde me enseñaron a jugar al ajedrez, de Evita, si yo había ido a la marcha de antorchas cuando se murió y hasta me agarré esa conjuntivitis por el humo, seguro, como decía mi tía gorila. Si hasta después de muerta enfermaba esa… Pero no era un libro de viajes. Ella regalaba máquinas de coser a las señoras y bicicletas a los niños pobres… ¡qué lástima no ser un poco más pobre para que me regalara una a mí!Yo no tenía bici y mi papá era obrero metalúrgico, pero no era tan pero tan pobre. Además, escuchaba Radio Colonia, donde después dijeron cosas del Tirano Prófugo y donde siempre había más noticias para este boletín.
Yo, como si nada, seguía juntando monedas para comprar esos libros amarillos (y el corazón me latía fuerte cuando la veía a Delia, mi compañera de grado, con su peinado “a la garçon”). Los pedía de regalo de cumpleaños. Y para Reyes. Y Salgari empezó a mezclarse con Mark Twain, y con Jack London y con Julio Verne y con Stevenson y con Roy Rockwood (Bomba, el niño de la selva casi, casi me gustaba más que Tarzán de los monos) y Fenimore Cooper y Arthur Conan Doyle y Edmundo De Amicis (que vuelta a vuelta me hacía un nudo en la garganta) y otros menos conocidos como Eros Nicola Siri o ese Swift, que tenía nombre de picadillo de carne y, después, de salchicha…
Pero este mundo de viajes de papel estaba definitiva y totalmente divorciado de los libros de la escuela. Platero y yo, El sí de las niñas, Juvenilia ¡Tanto espamento por unos chicos que se afanaban unos melones (¿o eran sandías? ¡Para qué lo voy a comprar…! Lo saco de la Biblioteca Popular y listo. Pero vos dame la plata igual, que yo me compro varios policiales usados de Mister Reader…
Hasta que empecé tercer año. Ahí tuve a un loco. ¿Cómo no va a ser loco un tipo que nos da un libro de cuentos de un autor que todavía no se murió? Para colmo, el primero de los cuentos es de una puta, y de la pieza del kilombo, ¿viste?, y en el techo hay un agujero y ella, cuando tenía al tipo encima, veía un ojo que la espiaba mientras fifaban… ¡Estar arriba de una mina! Hace como un año que debuté y ni noticias de un bis.
¡Qué rayado el profesor Gómez! Nos hacía leer y escribir cosas interesantes. Pero, ¿dónde se recibió este tipo? Y después de Setenta veces siete, de Dalmiro Sáenz, vino La romana de Moravia, y Crónica de los pobres amantes y Rosaura a las diez y uno de Bioy… Gracias, profesor Gómez. Vivo o muerto, gracias. Yo soy aquel rubio flaquito, del cuarto banco…, de 3º F. Sí… ese que se sentaba delante de Gutierrez… Ese año viajé como loco por el mundo de páginas numeradas. Desde entonces saqué abono.
Y después otro loco, don Germán Orduna, que me hizo amar al Cid, y reir con el Arcipreste de Hita y con El Conde Lucanor. Y llegaron las primeras escrituras, tímidas, vacilantes, grandielocuentes, estereotipadas, todo lo que quieran, pero viajeras…
Y después la tierna y áspera poesía de Julio Huasi, (“El cañón cañonea en su lugar, todo el Huasi es un cañón al asalto…”) y Neruda, y Benedetti, y Luis Franco y Tuñón y los españoles: Machado, Lorca, Blas de Otero, León Felipe, Alberti, Miguel Hernández, Gabriel Celaya porque “La poesía es un arma cargada de futuro…” y “Ya no puedes volver atrás…” en aquellas Palabras para Julia.
Hasta que llegaron los viajes físicos. Pasar una y otra vez por el frente de la casa de Rimbaud sin atreverme a entrar. Comprar unos Gauloises sans filtre y sentarme en el Café de Flore o en Deux Magots, en los sitios exactos donde se sentaban a escribir Jean-Paul Sartre o Julio Cortázar, encender un cigarrillo, pedir al parisino mozo de pollera negra: “Un café, si’l vous plait” y mirar por la ventana para ver venir a La Maga o a los amantes de Continuidad de los Parques, o a la náusea… Y al salir del metro, en Les Halles, cruzarme con Margot Heminway, si la nieta de… Pero, decime…¿dónde cuernos vivirá Jeanne Moreau? O ir a ver “el huerto claro donde florece el limonero…” tan Machado, tan Sevilla, tan sencillo y tan rotundo, don Antonio… Vea, allá, el cartel pone La Posada del Laurel, ¿Lope de Vega?…
Y siguió la escritura, perezosa de a ratos, tumultuosa, en otros. Y una novela, donde un inventor argentino hace un viaje, con un vehículo inventado por él. Con una escala en las Galápagos, un viaje pendiente, donde consigue amor, y una llegada a una húmeda y caliente Singapur, llena de orquídeas que me habían fascinado unos años antes, de camino a Tokio.
Y la vida, los hijos, pronto según parece, los nietos; el dinero que va y viene; los trabajos, todos mal pagos, hubiera agregado Carlos de la Púa. “Nunca tendrás un macho que por vos se haga chorro”. Los libros que se quedan con uno, como las fotos de un viaje.
Leer para viajar, viajar para leer, leer de viajes, viajar de lecturas, viajar con libros. Leerse viajando.
Arrojarme a los brazos acogedores de un libro abierto y emprender con él, mediante él y, a veces, a pesar de él, un viaje sorprendente, inesperado, asombroso, imprevisible. Único e irrepetible. Viajar por todos lados y por todas las épocas sin sentirme extranjero. Viajar en libro. Y librar el viaje.
Publicado con autorizacióndel Autor: Carlos Silveyra
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