¿Qué te acercó a la lectura antes de aprender a leer?

En mi caso fui víctima de un conjuro. A mí, me hechizaron. Y fue de chica, cuando no me podía defender.

En mi familia hubo un complot. Tuvo que haberlo. Dirán que fue sin querer, pero, sinceramente, no me consta.

Como todos los conjuros, ésos que usaron conmigo estaban hechos de caldo y de palabras.

Hechicera mayor, mi abuela revolvía la olla y cantaba. Cantaba como para ella, pero ¡qué! ¿no iba a saber que yo andaba a la pesca?

Eran canciones con enigmas que me sacaban el sueño:

"No creas que porque estoy cantando

tengo el corazón alegre.

No llores, niña.

No llores, no.

Yo soy como el pobre cisne

que canta cuando se muere..."

 

¿Cómo?...que el cisne ¿canta cuando se muere? ¿Y mi abuela era como el  cisne?...Pero ¿qué cuernos es eso de ponerse a cantar en semejante momento?

No sé, se debía acostumbrar porque a los toreros también se les daba por ahí cuando los destripaba el toro:

 

"Cuando el torero caía inerte

en su delirio me dijo así:

-Pisa, morena,

pisa con garbo (¿quién es garbo, abuela?)

que un relicario (¿un reli...qué?... cario),

que un relicario

me voy a hacer

con el trocito

de mi capote

que haya pisao,

que haya pisao

tan lindo pie".

 

Yo no sabía quién podía ser el garbo ése. ¿Y un  relicario? Ni noticias...

Pero estaba claro que se hacía con los capotes de los toreros que pisaban las morenas. Y eso, a mí, me embrujaba.

Entonces iba al lavadero para informarme con mi mamá, que hablaba como una enciclopedia, pero me la encontraba cantando:

 

"Tres hojas, mare, tiene el laurel:

dos en la rama y una en el pie,

y una en el pie que la lleva el agua..."

¿Cómo tres hojas? En el fondo de mi casa había un laurel. Era varias veces más alto que yo y ¡de frondoso!...¡Otra que tres hojas!

Por más que lo estudiaba al laurel ése, no le encontraba el pie. Únicamente que se le hubiera hundido en el agua que le llevó la hoja. Pero ¿qué agua? Cosas del abuelo con la manguera, serían.

El abuelo también cantaba, pero más aburrido. De joven había querido ser cura y se sabía la historia musicalizada de Jesucristo. De punta a punta. Toda con la misma tonada.

 

"Emprendieron su viaje

la Virgen y San José

según costumbre tenían

de empadronarse en Belén..."

 

En los cumpleaños, me paraban en una silla y yo cantaba la letanía. Hasta que no lo crucificaba al pobre Cristo, no había manera de bajarme.

Por su lado, mi papá se había comprado una guitarra y pretendía tocar de oído.Sentado en el borde de la cama pulsaba con aplicación una sola cuerda. La de abajo,la que suena más finito.

 

"Clin..cliclín...clin...clinclin....cliclín...clinclín..."

 

Y cantábamos a dúo una que me hacía llorar:

 

"Yo tenía una chancha, vidalitá,

con siete chanchitos.

Se murió la chancha, vidalitá,

quedarón solitos, cliclín...clinclín,

quedaron solitos."

 

 Se me estrujaba el corazón, qué cosa. Porque el pobre cisne y el pobre Cristo, aparentemente eran solteros, y no dejaban huerfanitos, en cambio la chancha esta...

Uno de mis tíos se deliraba con el tango:

"Yo lluvía, llave, llevo treinta abriles sobre mí,

 yo soy pobre, soy enredo, soy honrado y no soy gil..."

 Y otro pobre más, el tartamudo éste, pero por lo menos no era gil, se lo tomaba en solfa y compensaba lo del cisne.

Mi otro tío tenía una onda autóctona:

 "Ahora que estás ausente,

mi canto en la noche te lleva.

Tu pelo tiene el aroma

de la lluvia sobre la tierra".

 Y claro, a la primera llovizna, yo salía a olfatear las macetas.

Por ese tiempo, mi hermanito ya entonaba y se gorgeaba una bien larga:

 "Una vez un ruiseñor,

con las claras de la aurora,

quedó preso en una flor

lejos de su ruiseñora..."

¡Hasta hoy sigo buscando ruiseñores en los rosales! A mi hermanito no le pregunté. Ya cumplió 40 y dificulto...pero que en la ducha se la canta entera, ésa me la juego.

En fin, parece que el camino fue de los conjuros domésticos hacia el mundo. Y, a la vuelta de cada excursión, esperaba un embrujo nuevo. En mi casa había canciones para todas las contingencias: nacimientos, agonías, separaciones, reencuentros, guerras y paces, tropezones y caídas, locuras y fiestas patrias.

"Salve Argentina, bandera de mi patria..."

Con ésta entendí que, a mi patria, ya en ese entonces había que salvarla.

¿Salvarla quién? ¿No pensarían que yo? ¿O sí?

"Caballero del ensueño

tengo sueño y no apolillo (1),

tengo un tío poligrillo (2)

que se fue para el Japón..."

 Y el caballero del ensueño se apiadaba porque..."a la salida de la milonga, llora una nena pidiendo pan".

El caballero y la nena, los ruiseñores presos, la patria por salvar, el tartamudo de los 30 abriles, la chancha fallecida, Jesucristo, las hojas del laurel y los toreros, el cisne que cantaba hasta morir...para mí, se cocinaron juntos en el caldero y yo me tomé todos los brebajes en sobredosis pediátricas.

Las palabras estuvieron sonando en el aire mucho antes de estar en los libros. Eran palabras vivas, bichos que me picaron. Por lo que no entendía, me picaban. Porque los grandes de mi casa sabían algo que yo no, me lo decían a medias y eran cosas que hacían llorar, o daban miedo o daban risa.

Las palabras me avisaban que había mucha niebla por ahí y que ellas la sabían agujerear. Pero las malditas, a su vez, creaban otras nieblas que únicamente se perforaban con otras palabras.

Los grandes de  mi casa eran los dueños de todas. Pero las soltaban de a poco y de a fácil cuando hablaban conmigo. En cambio, en las canciones, las soltaban de a muchas y de a difícil.

Eran frutas que yo quería morder y las mordía con cáscara y todo. Algunas dulces, como el caballero del ensueño y, otras, tan amargas como la nena pidiendo pan.

Me las dejaron morder. No tuvieron miedo que me rompiera los dientes, digo yo.

Y no me los rompía, no. Preguntaba, preguntaba, preguntaba. Entonces los grandes soltaban lo que estuvieran haciendo y me contestaban con historias. La historia del torero, la de la chancha, la del laurel. Las historias de todas esas frutas, de esos bichos que estuvieron en mi oreja mucho antes de aprender a leer.

Al mismo tiempo fui sabiendo que las palabras habían colonizado los libros también. Que hacían eso cuando se posaban. En el alambre, como gorriones. Y claro, enseguida quise sacudirles el renglón. Para alborotarlas, para ponerlas a sonar.

En mi principio fue la oreja, me parece. Y entonces se me hace que los grandes acercamos chicos a los libros cuando ponemos al alcance de su oreja palabras en el aire, palabras vivas.

Palabras vivas: jilgueritos, abejorros, moscardones...

Vivas, que viene a ser lo contrario de muertas...pero también lo contrario de sonsas.

       

Texto enviado especialmente a

7 Calderos Mágicos por

Su autora: Iris Rivera.

 

(1) Apolillar, en lunfardo, equivale a dormir.

(2) Se le llama poligrillo, también en lunfardo, a aquél que no tiene dónde caerse muerto y se busca la vida cómo puede.

 

 

Iris Rivera

Nacionalidad: argentina.

E-mail: irisrivera@arnet.com.ar

Antecedentes profesionales: Maestra. Profesora en Filosofía y Ciencias de la Educación.

Autora de textos literarios e informativos para niños. Colaboradora de las Revistas AZ diez y Billiken. Coordina Talleres de lectura y escritura dirigidos a   adultos, adolescentes y niños en general y a docentes en particular. Escribió: El Señor Medina, La nena de las Estampitas, La casa del árbol, Aire de Familia, Relatos Relocos,  Sacá la lengua, Manos Brujas, Cuentos con tías, Los viejitos de la casa, entre otros. Coautora de: Crónicas de la escuela, Los libros del Caracol, Qué me cuenta maestro, entre otros.

 

 

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  • Los viejitos de la casa (Reseña)

 

   

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