Hans Christian Andersen

El patito feo

En el bicentenario de su nacimiento, en todo el mundo se celebran sus clásicos infantiles y se conjetura sobre su biografía. La historia del escritor danés parece salida de un cuento: nació pobre y murió célebre y rico. Pero vivió atormentado.

 

Se sentía feo. Sin ningún atractivo físico ni talento para la conquista amorosa. De una familia extremadamente pobre, en un reino y una época blindados al progreso personal y el ascenso social, él se convertiría de manera subrepticia en el verdadero protagonista de varias de sus propias historias.

Hans Christian Andersen: el pobre convertido en rico, el patito feo transformado en cisne esplendente. A 200 años de su nacimiento, Dinamarca apronta los fastos para recordar a su hijo dilecto y en todo el planeta se ajustan los detalles de la celebración: reediciones, películas, biografías, obras de teatro. El soldadito de plomo, La sirenita, El ruiseñor, Pulgarcito, historias repetidas a los oídos de una generación tras otra, ademán ritualizado de la infancia. ¿Hay algún bisabuelo, abuelo, padre o hijo que ignore esos cuentos infantiles? ¿Qué no los haya escuchado o repetido?

Más allá de que hubiera preferido trascender como novelista o dramaturgo antes que por el desdeñable sitial de "autor de literatura infantil" (se opuso a que la estatua con que se lo homenajeó al cumplir 70 años, y que ahora preside los jardines del Rey en Copenhague, lo representara rodeado de niños), a Andersen le encantaría verse reflejado en este 2005 que se le dedica. La obsesión por su propia imagen no precisa psicodiagnósticos: decenas de sus retratos, una manía que inauguró en 1874 apenas puesto en circulación el daguerrotipo, puede encontrarse aquí. Igual a sí mismo, con idéntica expresión y postura, esta particular egolatría muestra, además de la hendidura física del tiempo, su empecinada vanidad. Los biógrafos coinciden en que esa era una de las características centrales de su personalidad. Otras: una enorme confianza en el destino, su tristeza, su hipocondría, sus deseos de trascendencia, la soledad y su falta de amor.

Adelantándose a las consideraciones de sus inevitables exégetas, Hans abre El cuento de mi vida, su autobiografía, con una contundente desmentida a futuro: "Mi vida es un bello cuento, ¡tan rica y dichosa! Si de niño, cuando salí a recorrer el mundo, solo y pobre, me hubiese salido al paso un hada prodigiosa que me hubiera dicho: Escoge tu camino y tu meta, que yo te protegeré y te guiaré conforme a las facultades de tu entendimiento y conforme es razón que se haga en este mundo", no pudiera mi suerte haber sido más feliz".

Hans nació el 2 de abril de 1805 en una pieza minúscula de Odense, entonces la segunda ciudad de Dinamarca. Todavía hoy, a los peregrinos que visitan la casita  convertida en museo les cuesta creer que en esa superficie de pañuelo encontraran sitio el hogar, que su madre lavandera mantenía con prolija delicadeza, y el taller de zapatero de su padre, que se las había rebuscado para hacer la cama matrimonial con las tablas en las que antes había estado expuesto el ataúd de un conde. Hijo único, recibió allí todo el consentimiento que el mundo le escatimaría durante los primeros años. Su papá era un hombre culto y sensible que no encajaba en aquel rudimentario rompecabezas: frustrado por no haber podido estudiar, tampoco lograba el consuelo compensatorio del diálogo ilustrado, en especial de su esposa, una mujer supersticiosa que le llevaba 15 años y a quién escandalizaban sus ideas de librepensador. El legó a su hijo la pasión por la literatura (a pesar de la pobreza tenían una buena biblioteca) y un surtido de teatritos y juguetes caseros. Los muñecos (a los que Andersen diseñaba los trajes) reemplazarían a los chicos de su edad que se solazaban en la burla. Era difícil que Hans, sensible y retraído, se hiciera un lugar a puñetazos. Quedó huérfano a los 11 años. Su padre, en un intento por abandonar la chatura cotidiana, se alistó en el ejército. Su salud no superaría el reto de la vida militar y moriría a poco de regresar a casa. La zozobra económica hizo que la madre buscara una ocupación al chico, hasta entonces sobreprotegido en la cálida burbuja doméstica.

Entró en una fábrica textil de la que huyó corriendo y moqueando a los pocos días, después de que unos muchachos lo agredieran por encontrar afeminada su forma de divertir a obreros y obreras con cantos y representaciones. A pesar del bochorno, los elogios que su voz había recogido antes estimularon sus sueños de cantante y lo envalentonaron para conquistas artísticas mayores.

Haciendo frente a la terca oposición de su madre (que para entonces había reincidido en el casamiento con un zapatero), se fue a Copenhague con apenas 14 años y 13 escudos, suma que había reunido en años de visitas a vecinos más acaudalados y sensibles a sus arrebatos artísticos que sus ex compañeros textiles. Entusiasmado por los contactos que había tejido con una compañía teatral capitalina hacia allí fue a pedir trabajo. Pero era evidente para todos lo que él no estaba en condiciones de aceptar: carecía de cualquier talento histriónico. Se le negaban la actuación, el canto y el ballet. Tras los fallidos intentó a acceder al escenario como dramaturgo, pero la simpleza y la horripilante ortografía de sus obras dejaron a la intemperie su falta de educación. Sin embargo, el ingenuo desparpajo de este chico alto y feúcho, convencido de su destino, le proveyó de ayuda y protección. Por tantos rechazos consiguió a cambio una beca para hacer el bachillerato con que su padre había soñado y al que sólo accedían las clases altas.

Comienza a publicar una vez liberado del calvario estudiantil, donde al hostigamiento de compañeros y docentes, debía sumar una enorme dificultad para adaptarse a las exigencias de la educación formal y a las maneras de la alta burguesía, tan ajenas a las rudas costumbres provincianas.

A mediados de 1830 ya era un poeta elogiado y autor de varios de los 156 cuentos que escribiría en toda su vida (La princesa y el guisante, El traje nuevo de emperador, El baúl volador... entre muchos otros) Pero recién en 1843, el cuento, El patito feo llevaría su fama extramuros y lo convertiría en una celebridad en Alemania y otros países en Europa. Para los especialistas, el fenómeno se explica porque Andersen cambió los códigos de la literatura infantil. A los relatos de lata moralina les introdujo humor, cierta anarquía y mucha tristeza. Traducciones deficientes y simplificaciones ofensivas dificultan la lectura de sus cuentos (lo más conocido de una producción que abarcó diarios de viajes, novelas, notas periodísticas, correspondencia, un diario personal de varios tomos y una autobiografía voluminosa) que hoy parecen excesivamente crueles. Hace dos siglos, su prosa liviana y coloquial se impuso al estilo rebuscado de sus contemporáneos. Y una temática reconocible (la pobreza, el abandono, la desesperanza) abierta al cambio súbito y feliz, le franqueó el diálogo con las emociones y esperanzas de los seres humanos de todo el mundo y toda época. Emociones de las que él se privaba.

El desabrido legajo amoroso de Hans Christian Andersen, concita renovadas intrigas, ahora que para ciertos críticos las claves de una obra deben rastrearse en la intimidad del creador. Es fácil encontrar reflejos biográficos en la pobreza y el desamparo de sus personajes. De la misma manera que es transparente para la mayoría, su recurrente parábola del pobre desgraciado al que la suerte o el destino vuelven rico y querido. Pero lo que intriga hoy a ciertos investigadores es menos el alcance crítico de su obra, que los contornos difusos de su vida erótica: la abstinencia sexual (los documentos coinciden en que murió virgen) y su presunta y reprimida homosexualidad. En su correspondencia, su diario y hasta en El cuento de mi vida, escribió sobre su imposibilidad de casarse con alguna de las cuatro mujeres de las que se declaró enamorado, sobre su casto contacto con prostitutas las pocas veces que lo arrastraron a algún burdel, y sobre su costado femenino. Hay, obviamente, poca carne para alimentar el morbo de sus seguidores. Apenas unas cartas de elíptico romanticismo, la dedicatoria de algún libro y anécdotas deslucidas. Para pasar en limpio quedan suspicacias sobre su apasionada admiración por la cantante lírica Jenny Lind y por la íntima relación con Edvard Collins, hijo de una acaudalada familia que lo había acogido como a un miembro más. Su amistad con las elites nobiliarias y burguesas de toda Europa eran su mayor orgullo. Pagado de si mismo, le daba tanto placer relatar sus encuentros con el rey Christian VIII de Dinamarca, como aprovechar esa clase de eventos para leer en voz alta sus cuentos inéditos, costumbre embarazosa que varios amigos le recomendaron (sin éxito) evitar. Pero sus relaciones incluían también escritores, a los que frecuentó en sus permanentes viajes por el continente. A Charles Dickens, el más famoso de todos ellos, no le alcanzó la vida para lamentar el encuentro de 1846. Después de la visita de su colega, el inglés bloqueo la entrada de su casa de campo, en Kent, con un placard del que pendía la siguiente inscripción: "Hans Christian Andersen durmió en este cuarto durante cinco semanas que a la familia le parecieron ERAS" En pesadillas recordaba al colega tirado en el pasto llorando porque había recibido una crítica desfavorable.

Una personalidad conflictuada e irascible, con explosivas combinaciones de paranoia, egolatría e inseguridad fueron aislándolo. Murió en 1875, en la casa de una de las pocas familias de amigos que le quedaban. A sus funerales acudió todo Dinamarca, que lo veneraba como a un héroe, pero ningún familiar. Lo enterraron junto con el querido Edvard Collins y su esposa. Peor en 1920, cuando el chisme sobre la relación amorosa de los dos hombres se transformó en sonora habladuría, un descendiente de los Collins se llevó los restos de la parentela a otro lugar. Desde entonces, Andersen yace solo en Copenhague. Allí irá el mundo a partir de abril a redimirlo de tanta pena.

 

Ana Laura Perez

Revista Viva 13 de marzo de 2005

 

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