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“No podemos
seguir postergando la discusión de adónde queremos ir porque está muy
lejos. Sólo si uno tiene una estrategia de largo plazo puede tomar
decisiones en la coyuntura, que le permitan decir: vamos por este camino,
esto es prioritario. Entonces la educación tomará sentido. Porque la
educación es largo plazo”, precisó este investigador y humanista de 60
años, enemigo de las estridencias, en una entrevista con LA NACIÓN.
Tedesco está
convencido de que hay que invertir en educación “si dentro de diez o
quince años queremos estar en algún lugar. Si no lo hacemos hoy, nos van a
seguir postergando y nadie nos va a esperar”. Lo afirma con el triste
recuerdo de las oportunidades perdidas. Indicó, al respecto, que la
Argentina perdió la ocasión de modernizar el sistema educativo a partir de
los años 60, cuando los gobiernos militares estaban más preocupados por la
limpieza ideológica y por si en el aula se enseñaba a Freud o a Marx que
por renovar la escuela pública.
También en
los años 90 se perdió otra oportunidad, dijo, cuando los intentos de
transformación educativa no fueron acompañados por una política de Estado
y una estrategia de desarrollo. "Acordémonos de que el ministro de
Economía mandaba a los investigadores a lavar los platos", ejemplificó.
Licenciado
en Ciencias de la Educación por la Universidad de Buenos Aires, en 1976
ingresó en la Unesco como especialista en política educacional, punto de
partida de una extensa y reconocida trayectoria en el organismo
internacional.
Desde 1998
dirige la sede regional del Instituto Internacional de Planeamiento de la
Educación (IIPE), un centro de formación e investigación de alto nivel que
la Unesco abrió ese año en Buenos Aires. Previamente, durante cinco años,
dirigió la Oficina Internacional de Educación de la Unesco, con sede en
Ginebra. Entre 1982 y 1986 fue director del Centro Regional de Educación
Superior para América Latina y el Caribe (Cresalc) y en los cuatro años
siguientes condujo la Oficina Regional de Educación para América Latina y
el Caribe (Orealc).
Miembro de
número de la Academia Nacional de Educación, desde chico adhiere con
pasión a otra academia: Racing Club de Avellaneda.
Especialista
en historia de la educación, es autor de numerosas publicaciones, entre
las que se destacan "Educación y sociedad en la Argentina: 1800-1945", "El
proyecto educativo autoritario: Argentina 1978-82" y "Una nueva
oportunidad: el rol de la educación en el desarrollo de América latina".
Acaba de publicar "Las nuevas tecnologías y el futuro de la educación" y
"Educar en la sociedad del conocimiento".
-¿Cuál es el principal problema de la educación?
-El principal problema es la calidad. Esto no quiere decir que la
Argentina pueda conformarse con los logros adquiridos en la cobertura
escolar. Todavía hay déficit importantes en la educación inicial, en el
secundario y en la universidad. Para avanzar hay que actuar también sobre
la calidad. Los resultados de los operativos nacionales e internacionales
de evaluación son bastante mediocres y muestran una gran desigualdad. La
variable fundamental vinculada con esta desigualdad tiene que ver con las
condiciones materiales de vida y el capital cultural de las familias.
Siempre fue importante el tema de la calidad, pero hoy lo es más que
nunca. Los niños y jóvenes que no logran buenos resultados educativos
tienen un destino de exclusión social muy fuerte.
-¿Qué peso tiene el capital cultural de las familias en el logro de
resultados educativos?
-Es muy fuerte. Todos los estudios internacionales indican que casi un 80
por ciento de la explicación de los resultados de aprendizaje está
asociado con variables externas a la escuela. Y el 20 por ciento depende
de la escuela. No es que tenga que ser así naturalmente. Es así
socialmente. Y tiene que ver con que las familias pobres en la Argentina
envían a sus hijos a escuelas pobres y refuerzan esa pobreza. La única
manera de romper el peso de estas variables socioculturales, como las
condiciones de vida de las familias, es que la escuela no reproduzca esa
pobreza, sino que compense todo el déficit que existe afuera. No es un
problema argentino, sino mundial.
-¿Antes la escuela era compensadora de esas diferencias?
-Al menos, ésa es la imagen social que hay de la escuela. Si lo hacía o no
es muy difícil saberlo, porque antes no medíamos demasiado. Antes no iban
todos a la escuela y ahora sí. Pero el Estado tenía antes algunos
instrumentos de compensación que hoy no tiene.
-¿Por ejemplo?
-La vieja ley Lainez, de principios del siglo XX, que le daba al gobierno
nacional la posibilidad de crear escuelas donde las provincias no podían
hacerlo. Había mecanismos compensadores que permitían jugar ese papel. Y
existía más la intención política de hacerlo. Hoy algunos instrumentos se
han perdido. También está aumentando la desigualdad fuera de la escuela.
Porque la escuela no genera las desigualdades. Las puede reforzar, pero en
la Argentina hubo en los últimos 15 años un proceso fenomenal de
concentración del ingreso. Esto explica que la capacidad compensadora de
la escuela se haya debilitado.
-¿La Argentina perdió el crédito de que su sistema educativo fuera un
modelo en América latina?
-Hoy la Argentina no es un modelo. Conserva todavía una buena parte del
stock, conserva capital, gente calificada, tradiciones educativas
importantes, pero no estamos a la vanguardia de ningún proceso de cambio
educativo. Al contrario, hemos retrocedido. En las mediciones
internacionales, la Argentina aparece en el pelotón de los países
latinoamericanos que hace 15 o 20 años estaban muy atrás de la Argentina.
Hoy estamos todos iguales. Pero hablar hoy de la educación argentina es
bastante complejo, porque tenemos diferencias y desigualdades muy grandes.
¿Cuando nos referimos a la educación argentina estamos hablando de la
ciudad de Buenos Aires o de Formosa? ¿Cuál de las dos es la Argentina? Si
hacemos un promedio, no estamos hablando de ninguna. Hoy existen grandes
desigualdades, que hacen difícil generalizar. Cuando uno establece
promedios en contextos de mucha desigualdad no describe bien la realidad,
porque es injusto con los que están muy arriba y muy benigno con los que
están abajo.
-¿Esas desigualdades son una realidad nueva en la Argentina?
-Son nuevas en la intensidad. Siempre hubo desigualdades, pero nunca tan
marcadas como ahora. Están asociadas con la fuerte desigualdad social y
con la concentración del ingreso. Lo nuevo es la fragmentación. De las 24
provincias, en algunas se mantiene el viejo esquema del primario y el
secundario. Las otras se reparten entre estructuras diferentes, incluso en
el interior de alguna provincia.
-¿Esto es resultado de la descentralización educativa que se aplicó a
partir de 1992, con la transferencia de escuelas a las provincias?
-La descentralización es un instrumento de gestión. En ningún caso la
descentralización promueve estos niveles de anomia y fragmentación. La
anomia y la fragmentación son producto de las condiciones sociales en las
cuales esos procesos se están dando. Además, la Argentina no descentralizó
su administración educativa. Lo que ha hecho es transferir lo que tenía la
Nación a las provincias. Pero en cada provincia la administración
educativa es supercentralizada.
-¿La Argentina dejó de apostar por la educación?
-Sí, obviamente. Es difícil definir un momento. Pero a partir de la
segunda mitad del siglo pasado perdió el rumbo de la educación, dejó de
apostar. Algunos quieren sostener que esto empezó antes, con el peronismo,
con la famosa expresión "alpargatas sí, libros no". Eso más bien reflejaba
cierta tensión política entre sectores sociales. El peronismo apostó por
la educación: la expansión educativa fue muy fuerte. La crisis más seria
comenzó en los años sesenta. Si tuviera que dar una fecha diría 1966,
cuando en el país se empezó a concebir la educación como un campo de
lucha, de pelea ideológica y no como un espacio de aprendizaje. Y ahí, en
los años 60, perdimos la ocasión de modernizar el sistema educativo,
porque todos los proyectos de modernización venían de la mano de gobiernos
militares autoritarios, más preocupados por ver si en el aula se enseñaba
a Freud o a Marx, preocupados por una gran limpieza ideológica y
persecución, lo que impidió modernizar la escuela pública. Eran resistidos
por la ciudadanía. Y luego perdimos la segunda oportunidad en los años 90,
cuando también hubo un proceso de ruptura entre la política educativa y la
política económica. Los intentos de transformación fueron sectoriales. No
fueron acompañados por una política de Estado y por una estrategia de
desarrollo que concibiera la educación como el factor fundamental.
Acordémonos de expresiones de los ministros de Economía de esa época, que
mandaban a los investigadores a lavar los platos.
-Al margen de los gobiernos, ¿la sociedad argentina valora la
importancia de invertir en educación o tiene otras prioridades?
-Es muy difícil hablar de la sociedad argentina como un todo homogéneo. El
mejor indicador de cómo la sociedad valora la educación es que en los
momentos más agudos de la crisis las familias no sacaron a sus hijos de
las escuelas. Es cierto que no hay una demanda educativa de mucha calidad.
Tal vez porque esta sociedad fue adoptando modelos culturales basados en
muchos otros caminos y no en el educativo para el ascenso social, para
acceder a la riqueza, el triunfo social. Desde los medios de comunicación
y desde el poder se transmite que se puede llegar muy arriba sin el
esfuerzo educativo sistemático y serio. Pero hay signos alentadores.
Ultimamente, algunas encuestas realizadas en la provincia de Buenos Aires
revelan que tanto los padres como los propios alumnos empiezan a demandar
una educación de muy buena calidad. Es la garantía para el futuro.
-¿En América latina hay que tocar fondo para advertir que un área
necesita ser fortalecida?
-Ojalá fuera así. A veces ni siquiera tocando fondo se ha hecho. Si no, no
estaríamos donde estamos. Porque uno podría decir que aquí hemos tocado
fondo varias veces. ¿Qué significa tocar fondo? Cuando volvió la
democracia, después de tantos años de dictadura, desaparecidos, uno
pensaba que habíamos tocado fondo. La experiencia demostró que no. Tuvimos
que sufrir otra crisis profunda, la de 2001, igual que en otros países de
América latina. Esto tiene que ver con el umbral de tolerancia que
tenemos. Y nuestros umbrales de tolerancia han descendido mucho. Uno
podría haber dicho hace muchos años que la Argentina no iba a tolerar un
índice de desempleo mayor del siete por ciento. Llegamos al 20 por ciento
y se lo toleró. ¿Podemos tolerar tener el 50 por ciento de la población
por debajo de la línea de pobreza? ¿Cuál es el fondo? América latina y la
Argentina tienen que entender que tenemos que levantar mucho los umbrales.
Hay que reaccionar antes de que sucedan estas cosas.
-¿Otras sociedades lo tienen más en claro?
-Las sociedades que lo tienen en claro no llegan a estas crisis, porque
las evitan. Una vez que uno cayó, es muy difícil salir. También es cierto
que al tocar fondo algunas han reaccionado mejor que otras. Chile también
pasó por una dictadura feroz, con desaparecidos, sin respeto a los
derechos humanos, con una crisis económica muy profunda, y sin embargo se
recompuso y la vuelta a la democracia estuvo acompañada por un proceso muy
sostenido de crecimiento económico, de inversiones muy fuertes en
educación, de eliminación de la pobreza. La gran diferencia la hace la
clase política. La Argentina, en ese aspecto, tiene un serio problema de
elites de conducción, que ha permitido que sucediera lo que ha sucedido.
Habría que analizar cómo se han formado nuestras elites. Cómo hemos
llegado a una crisis tan profunda de las elites dirigentes, que no han
tenido sentido de nación, que han puesto sus intereses corporativos y
particulares por encima de los intereses de la sociedad. Este es un rasgo
muy fuerte en los dirigentes políticos y empresarios. Lo hemos visto hasta
en los propios dirigentes de las Fuerzas Armadas, que cuando tomaron el
poder hicieron lo que hicieron.
-¿Percibe decisión política en el actual gobierno para remontar la
crisis educativa?
-Por lo menos, hay un mensaje claro de que se debe construir una sociedad
en la que entren todos, una sociedad inclusiva. A partir de esa
definición, falta un debate sobre la estrategia de desarrollo, cómo vamos
a hacerlo, qué quiere el país, en qué quiere ser competitivo. Falta ese
debate. Tal vez haya que resolver previamente algunas urgencias
fundamentales, como el tema de la deuda. Pero ya llegó el momento de
comenzar a discutir esto. Discutir el largo plazo es urgente. No podemos
seguir postergando la discusión de adónde queremos ir porque está muy
lejos. Sólo si uno tiene una estrategia de largo plazo puede tomar
decisiones en la coyuntura, que le permitan decir: vamos por este camino,
esto es prioritario. Ahí es donde la educación va a tomar sentido. Porque
la educación es largo plazo. Invertir en educación se justifica si dentro
de diez o quince años queremos estar en algún lugar. Pero si no lo hacemos
hoy nos van a seguir postergando y nadie nos va a esperar. El mundo es
cada vez más impiadoso. Además de la voluntad política de querer construir
una sociedad inclusiva hay que dar este debate de la estrategia, de cómo
lograrlo.
-¿Qué es prioritario: invertir en la enseñanza básica o en la educación
superior?
-Esas son siempre falsas opciones. La educación básica es prioridad. Para
tener una buena educación superior hay que tener una buena educación
básica para todos, porque si no la educación superior se asienta sobre
bases muy endebles. Lo que pasa es que los criterios de asignación de
recursos son distintos. En la educación básica obligatoria los recursos
públicos son fundamentales. En la educación no obligatoria, hay un papel
más mixto. Pero estamos en un contexto de exceso de demandas. Como venimos
tan atrasados, todas las demandas son legítimas. Sólo si tengo una
estrategia de largo plazo, si sé adónde quiero ir, puedo decidir en qué
invertir. Porque si no quedo librado a las presiones corporativas, que es
lo que pasa ahora. La universidad tiene mucha más capacidad de presión que
los analfabetos. Y si yo no sé adónde quiero ir tomo decisiones en función
de la capacidad de presión de cada uno. Y no de un modelo de desarrollo.
-¿En los últimos años el asistencialismo desplazó a la búsqueda de la
calidad y la exigencia en las aulas?
-Por lo menos en las escuelas que atienden a los chicos de clases
populares, los sectores más desfavorecidos, sí. En esos lugares la escuela
tiene que dar de comer, contener afectivamente, cumplir otras funciones.
Todo esto se ha hecho a expensas del aprendizaje. Pero lo que más preocupa
es qué pasa en las escuelas que no hacen ninguna tarea asistencialista y
tampoco tienen buenos resultados de aprendizaje. Aun aquellas que podrían
estar enseñando mucho y muy bien, porque no están dando de comer, tampoco
enseñan bien. Y eso es grave.
-¿Qué responsabilidades tienen en la crisis que atravesó el país las
universidades?
-Todos somos responsables. Obviamente, los que más tienen son más
responsables que los que menos tienen. Los que más saben son más
responsables que los que menos saben. La universidad ha sido muy atacada,
ha sido destruida en algunas épocas importantes del país. No se puede
atribuir a la universidad toda la responsabilidad. Pero hace falta, como
en todas las instancias de la sociedad, cierto análisis autocrítico y una
participación activa en todas las discusiones sobre hacia dónde vamos y
cómo podemos salir adelante.
Por Mariano de Vedia
para Diario LA NACIÓN 12-02-05 |
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