El tesoro de la juventud: ¿Un cuento de niños? Un amigo lejano me cuenta en un mail que le han regalado la colección completa del Tesoro de la juventud. En mi biblioteca los tomos destartalados de la edición de 1920 todavía mantienen su encanto y alimentan mi fantasía. Imagino a mi amigo mirando las mismas láminas que yo -de tanto en tanto- repaso cuando, al pasar por el comedor penumbroso, me tienta el estante al lado de la chimenea que alberga la enciclopedia. Desconozco el origen de la de mi amigo. Me ha dicho que se la han regalado. La mía viene viajando en el tiempo, de la casa colonial de mis tías abuelas -que la habrán comprado a algún vendedor de libros de esos que recorrían los pueblos allá por el veintipico, o tal vez en Buenos Aires en alguno de sus viajes- hasta llegar a las manos de mi padre, que la debe haber recorrido en su infancia con el mismo placer que lo hice yo cuando la rescaté de un cuarto de tratos viejos, un poco masticada por las lauchas en algunos extremos, pero con las páginas de láminas brillantes intactas. Su título alude conceptualmente a los bienes del espíritu, a la riqueza del saber humano y a los destinatarios principales de tanto saber acopiado: “El tesoro de la juventud, enciclopedia de conocimientos”. En ella puede encontrarse un poco de todo: el sabor encantado de las narraciones populares, las maravillas del mundo, los adelantos de la ciencia, biografías de famosos hombres y mujeres, interrogantes contestados con intención científica, lecciones de francés e inglés, poesías, costumbres exóticas. La enciclopedia, dividida en secciones, exhibe títulos como “Cosas que debemos saber”, “Historias de libros célebres”, “Juegos y pasatiempos”, entre otros. Traducida del inglés, fue publicada en España en 1920 por Walter Jackson y distribuida en las capitales más importantes de América con artículos escritos por autores locales. El consultor, compilador y autor de la parte argentina es Estanislao Zevallos, el vocero ideológico de la Campaña al Desierto efectuada por el General Roca, hombre empapado de la idea civilizadora propia de la generación del 80 y que, a juzgar por el prólogo que firma en el Tomo I, conocía tanto a los niños argentinos como a los cafres africanos fotografiados en algunas secciones. Con su idílica visión de la niñez, Zeballos escribe: “El clima benigno, la facilidad para gozar de la vida al aire libre, la alimentación sana y abundante, las facilidades generales de la lucha, y, probablemente, ciertas influencias termoeléctricas de la tierra aún no bien determinadas, influyeron en la hermosa salud y en el vigoroso desarrollo físico-psíquico de los niños sudamericanos”. Y advierte en el prólogo que la enciclopedia “es una obra civilizadora, pues los hijos de los hogares pobres, expuestos a los peligros de las calles y de los campos, y de la vida vagabunda hallarán en esta lectura reconstituyente un motivo de permanencia en el hogar” Miguel de Unamuno que, como otros prestigiosos intelectuales de la época -Alberto Edwards, José Enrique Rodó y Adolfo Holmberg- creía que, “hablar con los grandes que fueron es mejor que con los pequeños que son” y justifica la publicación de la enciclopedia a través del incentivo de la imaginación que proporcionan las historias de aventuras. Para él el alimento de la inteligencia debía servir de aliciente y excitación para la fantasía. Zevallos afirma en alguno de los tomos que “los niños argentinos se distinguen por la precocidad con que aprenden, saben más de historia de Estados Unidos que los propios norteamericanos y que cantan con igual solvencia el Himno Nacional que el Sata Spangled Banner y el Hall Columbia, porque los niños argentinos son bellos y robustos, y predominan entre ellos los rubios y trigueños.” No obstante la belleza de la páginas de la enciclopedia, de sus láminas aún maravillosas y la diversidad temática, los jóvenes que abrevaron en este compendio del saber, fueron mamando un sutil racismo. En la sección, Los tesoros ocultos de la Tierra, por ejemplo, bajo una foto del aduar donde vivían los mineros negros africanos, puede leerse este epígrafe de neto corte colonialista: “Muchos son los millares de cafres empleados en la minas de oro del Sur de África, y si se tiene cuidado con ellos llegan a salir buenos trabajadores”. Mucho más explícito es el texto de Zeballos en donde explica, en un artículo sobre la Argentina, que “Las tropas pertenecientes al ejército de este país, están formadas por gente blanca y rubia, pues la mezcla con la inmigración ha hecho desaparecer al negro y a las razas inferiores.” Contrastando las buenas intenciones de los colaboradores –redactar un texto destinado a los niños que no tenían acceso a la educación sistematizada- la segregación racial es una constante, digamos subliminal, en la enciclopedia. En el Libro del porqué se responde de esta manera a la pregunta ¿son necesarias las guerras?: “Hubo guerras que sostuvieron los pueblos civilizados, cuyo número crecía, sin cesar, rápidamente, contra los salvajes. Todas las civilizaciones se han extendido de este modo. Parece que, dado el modo como el mundo está hecho, estas guerras fueron en la antigüedad necesarias, como es necesaria la muerte.” Más allá de estos conceptos, de las páginas de El tesoro de la juventud saltan para nuestro deleite Alicia la del País de las maravillas, la Cenicienta, Guillermo Tell, Robinson Crusoe, el varón de Mulhausen, califas, princesas, pastores de ovejas y magos. Pura maravilla que mi amigo el que vive tan lejos junto a un mar del fin del mundo y yo, en la llanura pampeana, disfrutamos en tiempos distintos, en casas distintas, en provincias diferentes. Pero sin embargo, esas páginas, las mismas, y también diferentes, nos reúnen en nuestro común país de las palabras. Un lugar en el que los relojes, y las distancias pierden sentido. Un lugar donde los dos podemos jugar a buscar al conejo blanco, a conversar con los liliputienses o a departir con la fauna de los océanos. De esas cosas hablamos, a veces, cuando tenemos ganas de ser niños otra vez.
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