Silvina Ocampo y sus niñas inquietantes

 

María Noemí Balbi de Cerini

 

Cambios y rupturas…

Es sabido que, a fines de la década del 60, en el campo de la literatura infantil argentina comienzan a gestarse cambios y rupturas.  Con más razón si se tiene en cuenta el lugar central que ocuparon en los relatos de las décadas anteriores el aleccionamiento y  la marcación de pautas cívicas y morales.

La propuesta de romper esas matrices pseudo-literarias, revalorizando la auténtica literatura destinada a los niños y jóvenes, llega de la mano de María Elena Walsh quien “comete la originalidad” de dejar que las palabras tomen la iniciativa y construyan textos chispeantes, autónomos, gratuitos. Gracias a esas maniobras retóricas, los niños se descubren siendo niños: ni modelos de hombres, ni ventrílocuos de adultos (Montes, 1999).

Desde el espigón poético levantado por Walsh,  esta literatura comienza a delinear su propio espacio cultural con nítidas marcas discursivas. María Adelia Díaz Rönner (2000:526) la presenta así “Es evidente que hubo condiciones objetivas en los años ’60, acaso el desarrollismo económico y el auge universitario y científico, pero también la impetuosa presencia de una narrativa consolidada que estaba modificando el universo lector,  para hacer posible esta apertura y cambiar el signo de las direcciones precedentes, conservadoras, populistas o progresistas. Fue una suerte de entretejido –una hibridación- de lo culto y lo popular con sus ramales y sus atajos, sus nervaduras y sus pliegues, lo que dio lugar a una zona de culturización abierta, penetrable, de claves propias.”

Dentro de esa narrativa consolidada,  ocupa un espacio fundante  la narrativa femenina. Tanto desde lo ficcional como desde la escritura,  las décadas del ’60 y del ’70 muestran una fuerte presencia de la mujer.

Se trata de una doble toma de posición iluminadora que atraviesa el campo literario: la de los textos escritos por mujeres y la de los textos destinados a los niños, cuya novedad tiene que ver con la instauración de nuevas matrices de sentido  a favor de otra visión de lo femenino y de la infancia,  diferente de la canónica e infalible, generada por culturas marcadamente patriarcales.

Bajo estas condiciones de producción es que se escucha una voz femenina y singular. Es la voz de Silvina Ocampo que incluye en la serie literaria infantil personajes femeninos que atraviesan las fronteras de la tradicional división de géneros y circulan por la ficción “haciendo cosas extrañas” que provocan incertidumbre en el lector.

 

Niñas rebeldes 

“La poética que creó Silvina Ocampo opera con el mamarracho genial, hecho en los márgenes de la hoja de la narrativa consagrada”, dice Elsa Drucaroff,  con la seguridad de estar hablando de una escritora que se constituye literariamente en la paradoja; ya que mientras la crítica  ignora o no comprende lo que escribe, ella va haciendo aparecer, despacio y probablemente sin proponérselo, una escritura impregnada de búsquedas, obsesiones y artificios compositivos femeninos. Una escritura que se volverá insoslayable para comprender la producción de escritoras posteriores, porque favorecerá apropiaciones creativas y otorgará legitimidad específica a nuevas formas.

Es que a través del lenguaje, ella logra construir una mirada más femenina; esa perspectiva que aprovecha el lugar lateral desde donde observa, para ver algo que desde un lugar central no se ve. Por eso su mirada no es contundente sino vacilante y contradictoria, es más bien un atisbo, un momento, “un ojo bizco[1], que observa en una sociedad donde las mujeres ya no son las que, masivamente,  se someten a los modelos masculinos que la cultura les obligó a internalizar,  pero todavía no se despojan totalmente de ellos.

Silvina Ocampo es una escritora atípica, durante mucho tiempo excluida de la narrativa literaria argentina. Su marido, Adolfo Bioy Casares, dijo alguna vez que la crítica no la había entendido. Ciertamente la crítica ignoró, hasta finales de los años ochenta, la complejidad,  el humor y la originalidad de la Ocampo.

Parecida actitud “silenciosa” ha tenido la crítica para con su obra dedicada a los niños, de la cual muy pocos han hablado hasta ahora, seguramente,  por la abismal distancia dialógica que  se establece entre estos relatos y el paradigma literario concebido para la infancia. El cofre volante, El caballo alado, La naranja maravillosa  son sus colecciones de cuentos.

Díaz Rönner (1988:83) afirma que los dieciséis cuentos que arman el libro titulado La naranja maravillosa, constituyen “la poética de la zozobra,  de lo paradójico” que se aviva con la abundante presencia de la fantasía y de la magia. Son “cuentos para niños o cuentos con niños”, que no suponen un lector convencional en busca de lo previsible sino uno dispuesto a internarse en un mundo de rupturas que provoca desasosiego, enojo o frustraciones.

No habían circulado en la literatura infantil, hasta que Ocampo las instaló, protagonistas tan inestables, tan extrañas: sus niñas son feas pero inteligentes, lindas pero tartamudas, curiosas pero muy crueles, es decir inquietantemente transgresoras del estereotipo femenino que se venía configurando hasta ese momento en esta serie. 

Alejados, asimismo, de la pasividad que los carecterizó en otros relatos, aquí los personajes femeninos siempre son protagonistas activos, significantes de una vida normal que en un punto se quiebra y da lugar a lo extraño, lo maravilloso o lo fantástico, como para demostrar la fragilidad de las reglas que rigen la existencia humana. 

Claudia y Virginia, seres construidos dialógicamente en la trama del cuento La naranja maravillosa,  llevan esa vacilación y esa contradicción marcadas a fuego. En sus voces se entrecruzan y se reinscriben las voces de las heroínas de los cuentos clásicos, lamentándose por su fealdad y su destino de pobreza.

La leve tartamudez, padecida por una de las protagonistas se suma en esta instancia del diálogo, instaurando el primer distanciamiento paródico del cuento. No sólo por el defecto, sino por el artificio verbal de presentarlo a través de la expresión: “hablar al ‘vesre’”,  que no pertenece a la serie lexical del texto, y con su irrupción inesperada provoca una especial coloratura lexical (Tinianov, 1968:169) que desemboca en el humor.

En la ubicación  espacial y temporal,  también se lee un quiebre con respecto a la típica atemporalidad de los cuentos maravillosos. No están estas niñas en un idílico paisaje, sino que al palacio al que llegan en un momento del relato, lo rodea el espacio porteño, con nombres de barrios, de calles, de plazas, con trenes y coches de caballo que plantean una absurda relación con la realidad.

            Alejadas de la maniquea separación entre el bien y el mal, típica de aquellos discursos, oscilan entre la caridad y la burla, entre la seguridad y la indecisión,  durante el desarrollo de una trama discursiva sencilla y ágil, hábilmente trabajada a través del  lenguaje.

Asimismo,  se van configurando los sentidos de la incertidumbre que provoca lo fantástico en las subjetividades de ambas protagonistas. Por eso es que al recibir un telegrama del mago Chucuchucu,  con una invitación para gozar de los dones de las naranjas maravillosas,  que les ayudarían a revertir sus desventuras,  primero  se paralizan ante lo absurdo de la situación, pero luego se deciden a probar suerte.

Es aquí donde se marca la mayor diferencia entre estas nuevas heroínas del relato infantil argentino y las de los cuentos clásicos. No solamente se construyen en la incertidumbre sino que aquí, lo extraño aparece alivianado por el humor que distiende y no alcanza para inmovilizarlas. Así es que dejan todo de lado y enfrentan activamente el desafío del “viaje en busca de la felicidad”.  Comienzan a leerse mujeres que intentan romper la “seguridad” de la espera pasiva en el ámbito privado, para exponerse a la lucha activa en el ámbito de lo público.

 

      Otro tipo de tensión es la que plantea la protagonista del relato Viviana, la curiosa[2]. En su interior pugnan la inocencia de la niñez y la crueldad, la sujeción a la norma y su desvío extremo.   Trabajada desde la ambivalencia, en la subjetividad de este personaje se aloja una fuerte lucha entre sus sentimientos más nobles –cariño y protección hacia una calandria de juguete- y su curiosidad desmesurada por conocer el mecanismo que gobierna los seres y las cosas, que la lleva a la disección del objeto con impulsiva frialdad:

 

“Sin vacilar Viviana puso a Ovillito sobre un escalón de piedra del jardín, se arrodilló en el suelo y lo abrió de arriba  abajo con el cortaplumas.” (p. 127)

 

  Si bien es cierto que la curiosidad entra dentro del imaginario infantil, la manera de constituirla en este discurso literario hace que se la lea como una reacción primitiva, desaforada, cruel, frente a la cual la niña no puede sobreponer su voluntad. Se puede interpretar esto a la luz de las palabras de Andrea Ostrov ( 1997:98) quien opina que la mujer que se permite tener deseos propios y llevarlos a cabo -y en los textos de Silvina Ocampo casi no existen obstáculos para la realización de los deseos- deja de ser mujer-ángel para convertirse automáticamente en’ monstruo’.  Es así que, la protagonista rompe el equilibrio de lo previsible y, por un instante, se convierte en un ser perverso. Sin embargo, inmediatamente,  su arrepentimiento la redime, reinstaurando el orden “normal” de un relato en el que coexiste lo ordinario con lo sobrenatural, pues la gratificación le llega de la mano de los pájaros, que la ayudan a ascender al cielo en busca  del animal  maltratado.

El salirse del lugar recomendable en el que socialmente fueron confinadas, convierte a estas niñas en criaturas extravagantes, que van construyendo activamente pero con desasosiego su identidad dentro de un mundo igualmente extraño, en el que el juego de contrarios y la subversión del orden real son moneda corriente. Tal es el caso de “Icera”, protagonista del cuento que lleva su nombre, e integra  también la colección La naranja maravillosa. 

Al iniciar la lectura de este relato, en el cual lo extraño está delineado ya desde el nombre propio, asistimos a la proliferación descriptiva de elementos relacionados con el campo semántico de los juguetes, y específicamente de las muñecas, cuya lectura, en un principio, induce a pensar el texto como una puesta en escena de la infancia de una niña convencional. Sin embargo, Icera interpela al lector desprevenido desde una fuerte identidad que siente aversión por las  muñecas. En cambio, desea obsesivamente las vestiduras y los objetos que las adornan cuando están expuestas en la vidriera de una juguetería, donde ella las observa día a día. No los desea para jugar sino para su uso personal, como estrategia imprescindible en su afán de no crecer, de seguir siendo niña siempre.

Lo habitual se exacerba en comportamientos que lo vuelven anómalo, explica Enrique Pezzoni en referencia a esa oposición binaria que se vuelve recurrente en los textos de Silvina Ocampo. Icera se convierte en una subjetividad anómala, en la cual la exageración corroe la normalidad de su comportamiento hasta el punto de hacerla aparecer caricaturesca:

 “Icera pensó que al introducirse en esa caja no seguiría creciendo, pero también pensó que se vengaba un poco de todas las muñecas del mundo, quitándole a la más importante esa caja con puntilla de papel.” (p. 50)

           

Sin embargo, ella y quienes la rodean, toman la situación con tremenda naturalidad,  lo cual produce mayor inquietud en el lector, incrementando el efecto de incertidumbre, que se tensa aún más hacia el final del relato cuando la protagonista, ya adulta pero de pequeña estatura, es ayudada por el dependiente de la juguetería, Darío Cuerda, a introducirse en la caja de una muñeca, como último intento de impedir su crecimiento.

La niña es capaz de transformar el mundo en la imagen de su deseo, parece sostenerse desde este relato. Ante ese poder, respeto absoluto. El deseo de no envejecer se extrapola al de no crecer, aunque se sabe que no es lo mismo. Así lo demuestran las desagradables arrugas del rostro de Icera y las reflexiones, hechas con desazón por Darío Cuerda:

 “Tantos niños que se hacen los grandes y grandes que se hacen los niños! (...) me obsesiona la vejez, hasta los niños parecen viejos (...)”. (p.50)

 

El tópico de la eterna niñez y su correlato, el tamaño, se configuran de diferentes modos en otros relatos de esta autora, llegando a su culminación  en  La raza inextinguible[3], en donde la niñez es presentada como el único espacio posible de  perfección y pureza, del cual son expulsados los impostores, los que se reducen o se  caricaturizan para entrar en él.

Los niños son dueños de un orden autónomo, con un tiempo y un fluir exclusivos,  frente al cual sólo queda para los adultos, la nostalgia, de no poder acceder.

 

“¡Cuánta riqueza hay en este mundo! ¿Cómo haré para aprenderla?”_(p.154)

 

exclama la protagonista de La lucecita[4],-relato que cierra la colección La naranja maravillosa: una niña ciega en cuyos ojos ha encontrado morada permanente una luz prodigiosa. Confusión aparente de la niña, éxtasis íntimo. La suya es la alegría de quien confirma una certeza. Gracias a esa luz nueva y diferente a la del faro que ilumina las costas del lugar donde vive, ella ha descubierto una realidad que sólo era poética en potencia, ya que estaba a la espera de una mirada que supiera transformar el caos en orden, la dispersión en sentido. Ver por primera vez es establecer - reestablecer-  el otro orden,  impensable para la ciega costumbre.

Nuevamente se percibe cómo los relatos para niños de Silvina Ocampo configuran, y lo siguen haciendo dentro del campo de la literatura infantil argentina, lectores predispuestos a ver por primera vez.  O, al decir de Cortazar, “lectores dispuestos a aceptar lo inaceptable, a vivir en un estado permanente de suspensión de la incredulidad, a cruzar ciertos límites e instalarse en el territorio de ‘lo otro’”;  sin que los aliente la promesa de recompensas, ni los intimide la amenaza de aventuras aleccionadoras.

 

 

Bibliografía específica

  • CORTAZAR, Julio (1983) Obra crítica/3 Madrid, Alfaguara, 1994.

  • DRUCAROFF, Elsa (2000) Pasos nuevos en espacios diferentes, en Historia Crítica de la Literatura Argentina: La narración gana la partida de Noé Jitrik (director de la obra), 461-486. Buenos Aires: Emecé.

 

  •  DÍAZ RÖNNER, María Adelia (2000)  Literatura infantil: de “menor” a “ mayor”, en Historia Crítica de la Literatura Argentina: La narración gana la partida de Noé Jitrik (director de la obra), 511-531. Buenos Aires: Emecé.

 

  • OCAMPO, Silvina (1977) La naranja maravillosa. Buenos Aires: Ediciones Orión. 1985, 4º edición.

 

  •                                 (1999) Cuentos completos II.  Buenos Aires,  Emecé Editores.

 

  • OSTROV, Andrea (1997) Vestidura/ Escritura/ Sepultura, en Atípicos en la Literatura Latinoamericana  de Noe Jitrik (compilador) 97-105. Buenos Aires, UBA, Fac. De Filosofía y Letras, Oficina de Publicaciones.

 

  • PEZZONI, Enrique (1986) El texto y sus voces. Buenos Aires, Sudamericana.


[1] En Estética feminista de  Sigrid Weigel , Barcelona, Ecker editores, 1986.

[2] En La naranja Maravillosa (1985)

[3]En Cuentos completos II  (1999).

[4] En La naranja Maravillosa (1985)

 

 

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