Constatar que los
métodos de la educación autoritaria están vigentes, so pretexto de
que el castigo es el mejor método para enseñar a diferenciar lo
bueno de lo malo, causa una repulsión inmediata y convoca a la
reflexión, sobre todo, cuando se piensa que el respeto a los
Derechos del Niño es una de las piedras fundamentales sobre las
cuales está cimentada toda sociedad humanista y democrática.
Indigna que en una
época moderna se continúe repitiendo la perorata de que “los fines
justifican los medios”. Es decir, si se quiere educar a un niño a
gusto y semejanza de una sociedad autoritaria, entonces es lógico
aplicar una educación que amordace la conciencia y enseñe a callar y
aceptar, pasivamente y cabizbajo, los métodos brutales de la llamada
“pedagogía negra”, ese sistema de enseñanza que tan hondo caló en la
mente de millones de individuos que aprendieron a soportar los
golpes y las humillaciones con los ojos cerrados y los dientes
apretados.
Hasta mediados de
pasado siglo, ningún niño se salvó del castigo físico o psíquico,
pues los objetivos centrales de la educación estaban orientados a
forjar individuos que acataran disciplinadamente las normas
establecidas por los cánones oficiales de una sociedad que no
respetaba los derechos más elementales del niño, quien no podía
obrar a su manera y menos participar en las decisiones de su propio
destino. En el seno de la familia, la Iglesia y la escuela, se
educaban a los niños con autoritarismo y severidad, premiando a los
sumisos y castigando a los “rebeldes”.
Todos estaban
conscientes de que el castigo era el mejor método para corregir los
hábitos indeseados e inculcar los que se consideraban más apropiados
para la vida social. El niño estaba obligado a aceptar las
agresiones físicas y verbales de parte de sus padres, a ser atento
con los desconocidos y a obedecer los mandatos de los adultos. Quien
no cumplía con estas normas, o carecía de disciplina y sentido de
sumisión, estaba condenado a sufrir los castigos que las
“autoridades” imponían por las buenas o por las malas. De modo que
el niño “travieso” y “desobediente” debía irse acostumbrando al
plantón, al chicote, a la reglilla, al tirón de orejas y a la
violencia verbal.
De otro lado, una
educación autoritaria, en la cual se usan la imposición y el castigo
como métodos de enseñanza, contribuye a que el alumno pierda la
espontaneidad y sienta terror tanto contra la institución escolar
como contra ciertos profesores que, en lugar de ser los portavoces
de los principios más elementales del respeto a los Derechos
Humanos, se convierten en una pandilla de verdugos que no merecen el
respeto ni el perdón. Más todavía, a la luz de la historia está
comprobado que las prohibiciones, como los castigos y las
advertencias morales, nunca han funcionado mejor que las concesiones
de libertad a la hora de forjar la personalidad del niño, quien,
como tantas veces se ha repetido, es el futuro ciudadano de una
sociedad democrática, pluralista y equitativa, donde la libertad de
acción y pensamiento, el respeto a la crítica y autocrítica, serán
los móviles que permitirán abolir el autoritarismo establecido en
las culturas donde el sistema educativo está basado más en el miedo
que en el respecto a la “autoridad del profesor”.
Si la educación es
una de las máximas prioridades del Estado, en miras de un porvenir
más venturoso para el país, entonces se debe empezar exigiendo que
se acabe la violencia física y psíquica, que algunos profesores
emplean sin contemplaciones contra los alumnos “desobedientes” e
“inaplicados”.
Pienso, sin temor
a equivocarme, que existen individuos en los establecimientos
educativos que no merecen ni siquiera ostentar el título de
profesores, ya que en lugar de ser los educadores de los hombres
libres y democráticos del mañana, son los verdugos de los seres más
indefensos de nuestra colectividad. Da la sensación de que lo único
que les interesa es la actitud de obediencia del alumno, su silencio
y lealtad, en vista de que los “rebeldes” y “maleducados”, reacios
ante el autoritarismo escolar, corren el riesgo de ser expulsados de
la escuela y ser reprobados en los exámenes, a pesar de haber
memorizado las lecciones y los libros de texto.
EDUCACION A PALOS
¿Qué hubieran
opinado el belga Georges Ruma y el venezolano Simón Rodríguez,
impulsores de la educación boliviana, al enterarse de que en “la
hija predilecta del Libertador” todavía se ejerce la violencia
contra los niños? No quiero ni pensar por no sentir vergüenza ajena.
Los bolivianos seguimos mal en nuestro sistema educativo, donde hace
falta aplicar con mayor rigor la ley de la justicia para procesar a
quienes, sujetos a su autoritarismo y posición, cometen abusos
físicos y psicológicos contra los alumnos.
No es casual que
en una escuela de la ciudad de La Paz, según informes del Servicio
Departamental de Educación (Seduca) y una representante de la
Defensoría de la Niñez y Adolescencia, se haya denunciado a un
profesor cuya incompetencia profesional en el campo psicopedagógico
lo convirtió en el terror de los niños, pues éstos contaron que
junto a su infaltable palo, con el que al parecer lograba sembrar el
miedo y el “respeto”, estaban su actitud despótica y sus consabidas
advertencias: “No soy gente si no rompo cinco palos en un curso”.
Uno de los niños, que recibió cinco golpes por haber tenido un
ataque de hipo y haber jugado en el aula, declaró textualmente: “Me
cargó en la espalda de otro compañero y ahí empezaron los golpes...
en el quinto no pude más y lloré”. “Te has salvado por llorar”, le
dijo el profesor, quien tenía previsto darle 15 golpes, como era
costumbre en él a la hora de descargar su furia.
En una encuesta se
reveló que los estudiantes siguen siendo víctimas de los maltratos
físicos y psicológicos, debido al autoritarismo escolar y a la
cultura de coerción existentes en el país. Los datos señalan que de
las 385 adolescentes mujeres de educación intermedia y media
encuestadas, el 61% declaró haber sido golpeada, el 9% castigada,
el 7% expulsada y el 5% abusada sexualmente. En cuanto a la
violencia psicológica, que incluye maltrato verbal, insulto,
menosprecio o estereotipación, el 66% de las adolescentes declararon
que fueron tratadas de “tontas”, el 53% de “inútiles”, el 30% de
“incapaces”, el 14% de “frustradas”, el 28% de “ignorantes” y el 10%
de “no servir más que para la cocina”.
De acuerdo a un
estudio realizado por Defensa de los Niños Internacional (DNI), se
sabe que todos los alumnos entrevistados coincidieron en haber
observado o recibido malos tratos por parte de sus profesores.
Dichos maltratos, que incluyen las agresiones sexuales, van desde
los jalones de orejas y de pelo, pasando por las bofetadas y los
pellizcos, hasta los golpes con objetos contundentes como ser
monederos y llaveros. Las agresiones psicológicas se manifiestan a
través de los gritos, insultos, amenazas, abusos de autoridad y
otros que se usan como “métodos correctivos”.
Según el mismo
estudio, cinco de cada diez estudiantes bolivianos han sufrido
alguna vez maltratos físicos y nueve de cada diez son víctimas de
maltratos psicológicos. ¿Qué nos dicen estos datos? Las respuestas
pueden ser varias, pero existe una que es concluyente: si la
educación boliviana quiere elevarse al nivel de una pedagogía más
humanista y democrática, debe superar, en primera instancia, los
conceptos de autoritarismo integrados en la mente de algunos
profesores, quienes creen tener el derecho a usar la violencia como
un método de enseñanza y “castigo ejemplarizador”.
Este panorama
desolador del maltrato en las escuelas y colegios, que muchos
consideran “normal”, debería de avergonzarnos, sobre todo, cuando se
sabe que los propios padres de familia, lejos de condenar la
violación a los derechos más elementales de los niños, se hacen
cómplices de los maltratos al solicitar más “severidad y disciplina”
en las escuelas, así sea a costa de quebrantar la personalidad del
niño y convertirlo, a plan de golpes y mofas, en un ciudadano
sumiso, sin personalidad ni criterios propios.
He aquí otra
pregunta de rigor: si el porvenir de la patria está en manos del
profesor de la escuela, ¿quiénes educaron entonces a los políticos
corruptos que criticamos tanto y a los profesores que hacen de
tiranuelos de nuestros niños? La respuesta la tenemos todos y cada
uno de nosotros. Por lo demás, las instancias pertinentes de la
educación boliviana tienen el deber de dar a conocer los derechos y
las obligaciones de los niños y adolescentes; hacer que estos
derechos sean difundidos por los medios de comunicación a modo de
instrucción y sean respetados por todos los ciudadanos. Además, debe
aplicar “mano dura” contra los profesores acostumbrados a castigar
física o psicológicamente a los alumnos.
Con todo, debo
admitir que las intenciones de mejorar la situación de los alumnos y
los preceptos de la educación boliviana andan por buen camino. Desde
el punto de vista pedagógico, y gracias al empeño por enmendar los
errores del pasado, se están logrando avances significativos, como
haber cuestionado el uso obligatorio del uniforme escolar y haber
aprobado una ley que prohíbe las tareas escolares en períodos de
vacaciones, salvo en los casos en que las tareas sean consideradas
como métodos de afianzar el aprendizaje y la aplicación de
conocimientos de los estudiantes, y, lo que es más importante, las
actividades fuera del aula “deben ser motivadoras, variadas, ágiles
y adecuadas a las posibilidades del alumno y a su realidad familiar
y social, sin comprometer el descanso que le corresponde”.
El sistema
educativo actual, sin lugar a dudas, tiende a ser más libre y
democrático. Ahí tenemos las nuevas normas en vigencia cuyos
objetivos están orientados a dar fin a los maltratos físicos y
psicológicos en los establecimientos educativos, y el maestro está
obligado a usar métodos pedagógicos más modernos y a reconoce que el
alumno es un elemento activo y creativo, que no necesita premios ni
castigos para forjar su personalidad y asimilar los conocimientos
que le serán útiles en su vida familiar y profesional.
Víctor
Montoya
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