Cuatros sabios aguardaban
expectantes. Sus ojitos vivaces, iban del cielo estrellado al quieto
espejo de agua del lago Texcoco, confrontaban sus apreciaciones e
intentaban determinar la hora exacta poniendo en juego sus amplios
conocimientos de astronomía. La noche estaba en calma.
De pronto estalló el grito....
Un alarido lastimoso, hiriente,
sobrecogedor. Un sonido agudo como escapado de la garganta de una
fiera en agonía. Y se fue extendiendo, sobre el agua, entre los
montes y rodeando las alfardas y en los taludes de los templos.
Brincó en el Gran Teocali dedicado al Dios Huitzilopochtli, y
pareció quedar flotando en el maravilloso palacio del entonces
Emperador Moctezuma.
-- Es Cihuacoatl! -- sentenció el
más viejo de los cuatro sacerdotes que aguardaban el portento.
-- La Diosa ha salido de las aguas
y bajado de la montaña para prevenirnos nuevamente --, agregó el
otro interrogador de las estrellas y la noche.
Subieron al lugar más alto del
templo y pudieron ver hacia el oriente una figura blanca, con una
larga cabellera que parecía llevar en la frente una corona de
nacarados azahares, su cuerpo, parecía flotar cubierto por una
delicada y vaporosa tela que jugueteaba con la brisa crepuscular.
Cuando el grito y sus ecos se
perdieron a lo lejos, todo quedó en silencio y la imagen se escondió
entre las sombras, los sacerdotes escucharon claramente el mensaje:
"...Hijos míos... amados hijos del Anáhuac, vuestra destrucción está
próxima...."
Una sensación escalofriante quedó
flotando en el ambiente. Y el silencio se tornó pavoroso.
Cuánto tiempo duró... nadie supo decirlo.
Y luego, otra vez los lamentos,
tan dolorosos y conmovedores, como la primera vez.
Los hechiceros, creyeron reconocer
en la aparición fantasmal a la Diosa Cihuacoatl, protectora del
pueblo y revisando los viejos códices no dudaron en la intención que
la aparición tenía. Debían ir a Tenochtitlán, y avisar al emperador.
Moctezuma, miraba con asombro los
códices multicolores. Los sacerdotes, después de hacer una
reverencia, interpretaron lo allí escrito y lo ocurrido.
- Señor, estos viejos códices
anuales nos hablan del destino - dijeron-, de un destino del que
también la Diosa Cihuacoatl nos ha advertido. Señor, los pronósticos
no son buenos, hablan de la destrucción de vuestro imperio. Los
sabios más sabios, los que estuvieron antes han escrito que hombres
extraños llegarán por el Oriente. Que sojuzgarán a tu pueblo y a ti.
Que tú y los tuyos padecerán grandes penas y tu raza desaparecerá
devorada. Será el fin del imperio y nuestros dioses se humillarán
ante otros dioses más poderosos.
- ¿Dioses más poderosos que los
nuestros? - preguntó Moctezuma bajando la cabeza con temor y
humildad.
- Eso dicen los augurios de los
sabios más sabios y los sacerdotes más sabios y más viejos que
nosotros, señor. Por eso la Diosa Cihuacoatl vaga por el anáhuac
llorando y arrastrando penas, gritando para hacerse oír.
Entonces, Moctezuma guardó
silencio y se quedó pensativo, hundido en su gran trono de alabastro
y esmeraldas y los cuatro sacerdotes volvieron a doblar los códices
y se retiraron también en silencio, para ir a depositar de nuevo en
los archivos imperiales, aquello que dejaron escrito los más sabios
y más viejos.
Cuando llegaron los conquistadores
españoles, según cuentan los cronistas de la época, una mujer
vestida de blanco y con el pelo adornado con azahares nacarados y
flotando en una vaporosa túnica blanca, aparecía por el Sudoeste de
la Capital de la Nueva España y cruzaba calles y plazuelas como al
impulso del viento, deteniéndose ante las cruces, templos y
cementerios e imágenes iluminadas para lanzar un grito lastimero que
hería el alma.
-----Aaaaaaaay mis hijos.......Aaaaaaay
aaaaaaay!
El lamento se repetía una y otra
vez. Se detenía en la Plaza Mayor y mirando hacia la Catedral
musitaba una larga y doliente oración, para volver a elevarse,
lanzar de nuevo su lamento y desaparecer sobre el lago.
Jamás hubo un valiente que osara
enfrentarla, detenerla y menos aún interrogarla. Todos acordaron que
se trataba de un fantasma errabundo que penaba por un desdichado
amor.
Los románticos dijeron que era una
pobre mujer engañada, otros que una amante abandonada con hijos,
hubo que bordaron la consabida trama de un noble que engaña y que
abandona a una hermosa mujer sin linaje.
Lo cierto es que desde entonces se
la bautizó como "La llorona", debido al desgarrador lamento que
lanzaba por las calles de la Capital. Durante muchos años, siglos,
fue el más grande temor callejero, la gente evitaba salir de su casa
y recorrer en penumbras las callejuelas en noches estrelladas.
Con el paso de los años, la
leyenda se fue extendiendo gracias a testimonios de quienes jamás
olvidaron su horrible visión.
"La llorona" fue rebautizada con
otros nombres, según la región en donde se aseguraba que era vista.
Su presencia se detectó en todo el territorio americano incluso se
asegura que todavía aparece fantasmal, enfundada en su traje
vaporoso, lanzando al aire su espeluznante alarido, vadeando ríos,
cruzando arroyos, subiendo colinas y vagando por cimas y montañas. |