La historia que
voy a contarles, ocurrió antes de la llegada de los conquistadores
españoles al actual territorio de Veracruz, incluso, antes aún de
que los Totonacas lo poblaran. Fue hace tanto... pero tanto
tiempo... que ya ni siquiera los ancianos pueden recordarla.
Entre las ciudades
de Totomoxtle y Coatzintlali, existe una caverna, a la que no se
llega con facilidad y en la que antiguos hechiceros levantaron
un templo dedicado al Dios del Trueno.
Cuando
llegaba el tiempo de la siembra, siete augures caminaban por la
noche a través de la selva. No importaba si el clima era benigno o
no acompañaba, si estaban heridos o enfermos. Ellos, siete veces en
la noche invocaban a los dioses, gritaban, entonaban cánticos a los
cuatro vientos. Siete sacerdotes a los cuatro vientos era la clave,
porque cuatro veces siete equivale a los veintiocho días que
componen el ciclo lunar. Esos viejos sacerdotes, a veces maltrechos,
hacían sonar el gran tambor del Trueno, lanzaban flechas encendidas
al cielo y sacrificaban animales en la cueva para mantener despierto
a su dios.
Esto no resulta
extraño, ya que muchas culturas desarrollaban ritos similares, sin
embargo, lo extraño, es lo que sucedía después...
Cuando los
sacerdotes terminaban con los cánticos, del cielo descendía la luz
cegadora de los relámpagos, una luz tan intensa que tanto los
animales de la selva, como los peces del río, quedaban ciegos;
luego, atronaban el espacio furiosos truenos que ensordecían a
cuanto ser viviente se encontraba en la zona, a excepción de los
sacerdotes; y comenzaba a llover, llovía a torrentes y la tempestad
rugía sobre la cueva durante muchos días y muchas noches y hasta los
ríos desbordaban cubriendo de agua y limo las riberas.
Cuanto mas
invocaban los hechiceros, mayor era el ruido que producían las
tormentas y cuanto más se golpeaban el gran tambor ceremonial, mayor
era el ruido de los truenos, cuanta más flechas lanzaban al cielo,
más intensos resultaban los relámpagos.
Y así sucedió por
varios siglos...
Hasta que un día,
llegaron unos hombres, que venían más allá del Gran Mar de las
Turquesas. Esos hombres, que trajeron consigo otras costumbres, eran
seres felices que habían vencido la adversidad del mar.
Los sacerdotes, de
la Caverna del Trueno no estuvieron conformes con la llegada de
estos extranjeros y se fueron a la cueva a producir truenos,
relámpagos, rayos y lluvias y torrenciales aguaceros con el fin de
amedrentarlos.
Y aunque no
existen registros de lo sucedido, se sabe que llovió sin parar,
durante varios días y sus noches. Y los ríos desbordaron, y el limo
lo cubría todo... pero hubo alguien que intentando guarecerse
descubrió la caverna. Y encontró a los siete hechiceros... en plena
invocación, clamando al malvado dios del Trueno.
Los extranjeros no
eran amigos de la violencia, por eso, reunieron a los hombres sabios
de su pueblo para decidir qué hacer. Se dieron cuenta de que nada
podría hacerse contra esas fuerzas a las que llamaron sencillamente
naturales y que sería mejor rendirles culto y pleitesía, adorar a
esos dioses y rogarles fueran magnánimos con ese pueblo que acababa
de escapar de un monstruoso desastre.
Acabaron con los
siete hechiceros y en el mismo lugar en que se encontraba la Caverna
del dios del Trueno, los totonacas u hombres sonrientes que cruzaron
el mar de las Turquesas, rindieron culto al dios del Trueno
implorando trescientos sesenta y cinco días, tantos como escalones
conducen al fondo de la caverna, ofrendando flores y frutas y
encendiendo inciensos y sahumerios. Sus cantos eran alabanzas que
hacían dormir a los niños y brillar los ojos de las mujeres
enamoradas.
Y el dios del
Trueno los escuchó y les pidió que destruyan la caverna y sobre ella
construyan un templo elevado, hoy conocido como Pirámide de Tajín,
que en lengua Totonaca quiere decir lugar de las Tempestades.
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