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Frente a la entrada de su choza el indio transformaba el barro en hermosas vasijas y pulidos platos. No en vano era el mejor alfarero de su pueblo. Su alegría era grande, al día siguiente iba a casarse con la joven más hermosa de la tribu, también alfarera. Esa noche, como todas las noches previas a un matrimonio, se reunieron en consejo las familias de los novios con el cacique y el hechicero para la ceremonia de presagios. El hechicero bailó, como siempre lo hacía, cantó… como siempre lo hacía y luego… arrojó al fuego un puñado de bayas como siempre. Y fue entonces… cuando sucedió lo que nunca ocurría… el fuego se apagó, un viento muy fuerte tiñó con cenizas a los concurrentes y cuando todos miraban horrorizados lo ocurrido, el hechicero presagió grandes desgracias derivadas de aquel matrimonio. Bajo tal influencia el cacique prohibió su realización. Los enamorados convinieron fugarse a la selva donde establecerían su hogar. A la noche siguiente huyeron, pero los indios los persiguieron lanzando flechas con agudas y e envenenadas puntas. Cuenta la vieja leyenda que cuando los jóvenes caían mortalmente heridos, un revuelo de plumas y trinos surgió en el lugar. Cuenta la vieja leyenda que ambos se transformaron en esas hermosas y simpáticas avecillas que empleando su habilidad para modelar hacen, cantando, su nido de barro. Cuenta esa vieja leyenda que así nació el hornero, pájaro laborioso de los campos argentinos.
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