LA OLLA MÁGICA |
Onagra empujó el madero que llevaba atado al cogote debajo de la olla que hervía en el centro de la hoguera y apoyó con fuerza las dos patas en el otro extremo de la palanca; de inmediato, vio la vasija dando vueltas en el aire. Parecía una moneda de cobre refulgente y redonda, una moneda que chorreaba humo y agua. Arriba, el sol, otra moneda más, resplandecía sobre el gran triángulo del techo. La olla giraba suspendida allá, en lo alto, mucho más arriba de su cabeza. Su cabeza. Se le hacía difícil pensar que estaba a punto de perderla. -¿Pensaste qué vamos a hacer con este bicho cuando el zumo esté listo? Corría peligro. Nadie podía negarlo. Él mismo había escuchado a Carda, su dueña, cuando hablaba con el marido. -¡Qué sé yo! Dejarlo solo, hasta que se muera. O, por ahí, le cortamos la cabeza ¿A quién le importa un burro tonto? –contestó ella soltando una carcajada. Y en ese momento, a Onagra, las cuatro patas se le aflojaron. ¿Cortarle la cabeza...?, repitió temblando. Como si se hubiera dormido en las alturas, la vasija dibujaba círculos con pesadez debajo del sol más brillante que nunca. También iluminaba, alto como un globo, allá tan lejos, encima de la finca de Nodo, su dueño anterior, pero Nodo no lo tenía encerrado en un cuarto de tres paredes con esas cadenas en la puerta. La cuadra donde descansaba él, y otros como él, tenía un techo de paja que lo resguardaba del frío, la lluvia o el calor. -¡Arre, burrito, arre! -lo animaban los hombres que trabajaban con él. Onagra siempre había renegado de su destino tan distinto del de los Equinos, sus parientes famosos de patas y cabezas finas, los que tenían crines suaves como la seda. En cambio él, todo áspero, tan sin gracia, con esas orejotas grises. Le parecía injusto que ellos vivieran con agua y alimentos al alcance de sus hocicos mientras que él y sus compañeros malvivían, allí, en la parte trasera del establo, con la comida justa y el descanso mezquino. -¡Qué le vamos a hacer, burrito -dijeron una tarde los humanos que manejaban los arados como si pudieran leerle el pensamiento -unos nacen con estrella y otros nacen estrellados! Estrellado, sí y, además, con mala suerte. Así, había nacido él. ¿Por qué la malvada de Carda tendría tan odiosas intenciones?, se preguntó. ¿Qué le había hecho él para que con tanto apresuramiento, decidiera cortarle la cabeza y, por lo tanto, su muerte? En cambio, allá en su tierra, los hombres, eran bien distintos. Ahora los extrañaba. Le daba tristeza recordar el corral con esas grandes ventanas desde las que el cielo se veía a lo largo y a lo ancho. Tan distinto de ese cuchitril donde el amanecer apenas se adivinaba desde la base de un triángulo de piedras cubiertas de musgo como ésas entre las que ahora, lo tenían encerrado. Mientras revivía otras épocas, el burro mordisqueaba algunos pastos secos que habían crecido a unos metros de la hoguera, sin tener en cuenta la olla de cobre que, como si alguien estuviera reteniéndola, giraba y giraba en las alturas. Antes, cuando vivía en la finca, a veces, se cruzaba con sus parientes los Equinos que paseaban con Nodo. Siempre se alegraba de verlos, al fin y al cabo, eran su familia. Se alegraba y los saludaba con aquel rebuzno amistoso que le había enseñado su padre, pero ellos le contestaban con un sacudir de crines lleno de orgullo. Iban siempre apurados, siempre con cosas importantes para hacer. Llevaban al dueño y a su familia en la caza de zorros por el bosque o saltaban vallas en praderas con pastos como de terciopelo. Claro que a Onagra tampoco le faltaban amigos humanos, los hombres con los que trabajaba, que eran mofletudos como él, con su mismo hedor a tierra revuelta y aquellos pelos duros brincándoles sobre la frente igual que los suyos. Carda, su nueva dueña, la que le había puesto el collar de madera en el cogote, no tenía, perfume o tal vez, sí, tal vez, la cortina de humo que flameaba en esa pieza de tres paredes disimulaba todos los olores, Onagra todavía recordaba la tarde en que la vio por primera vez. Ella y su marido fueron al corral a conversar con su antiguo dueño. Necesitaban un animal para hacer un trabajo duro y habían pensado en comprarle uno de los burros que dormían en el fondo del establo. -¡Pero claro que sí -contestó Nodo -lleven el que más les guste! Para su desgracia, lo eligieron a él. Fue realmente una catástrofe porque después de un viaje lamentable, lo encerraron en la casa que habían levantado. ¿La casa? ¡Qué iba a ser! Si no era más que una pieza sin ventanas y una puerta raquítica. Una vez allí, le calzaron un collar de madera en el cogote y lo obligaron a dar vueltas alrededor de la hoguera haciendo girar y girar una olla que adentro, tenía vaya a saber qué potingue. -Lleven el que más les guste –había dicho Nodo. Y Onagra tuvo que irse con ellos, pero, ¡puras mentiras que les gustaba! No debía de gustarles tanto, porque después, además de tratarlo mal, planeaban cortarle la cabeza. -No dejes de dar vueltas, burro torpe -había pedido el marido de Carda -que cuando esta bebida esté terminada, mi mujer va cantar como los ángeles. Entonces, ninguno va a ser más rico ni famoso que nosotros. -Son dos brujos -pensó Onagra viendo que la mujer agregaba un puñado de pétalos de jazmín dentro de la olla. -Para tener la voz dulce -dijo Carda sumando un cántaro de miel al menjunje. Así, arrope, almíbar y ramas de canela hervían en agua de azahar a fuego lento mientras el burro daba vueltas y vueltas sin poder desprenderse de la traba de madera que parecía estar a punto de estrangularlo. -¿Te acordaste de lo más importante? -preguntó el hombre. Como toda respuesta, la bruja agitó una descomunal bolsa de gasa. -Sí, traje las plumas de alas de ruiseñor. También tenía otras de mirlos, zorzales, calandrias y canarios anaranjados. De tanto en tanto, el hombre y la mujer levantaba la tapa y ponía huevos de reina mora o cardenal en la vasija -Las alas del hornero, del pájaro mosca y del ave lira no me interesan para nada porque no saben cantar, así que ni me molesto en buscarlos - dijo Carda una tarde. Mientras, revolvía el líquido espumoso con su cucharón de madera. A veces, probaba el brebaje con la punta de la lengua, se relamía y después, tarareaba. Tarareaba y parecía que un coro de jilgueros cantaba desde su garganta. Un día, de pronto, el marido la hizo callar para preguntarle: -¿Pensaste qué vamos a hacer con este bicho cuando el zumo esté listo? Pese a que no se destacaba por tener una inteligencia de las más brillantes, el animal se dio cuenta de que estaban hablando de su futuro, así que fue todo orejas y esperó la respuesta, sin dejar de dar vueltas con el pesado collar de madera apretado a su pescuezo. -¡Qué sé yo! Dejarlo aquí, hasta que se muera. O, por ahí, le cortamos la cabeza ¿A quién le importa un burro tonto? –contestó ella con una sonrisa odiosa. A Onagra, las patas le temblaron. Las cuatro patas le temblaron ¿Ahí, encerrado hasta morirse? ¿Sin volver a su tierra? ¿Y sus viejos amigos? ¿Y su noche querida, allá, en el establo de Nodo tan larga y amplia, toda llena de luna? Otra pregunta más inquietante todavía, asaltó sus pensamientos. ¿Querían cortarle la cabeza? Por eso, había hecho saltar la olla con sus rodillas delanteras. De rabia, por lo que planeaban para él. Pero, al instante, se asustó. -¡Uijijijiii! -lloriqueó. ¡Cuando Carda viera que había tirado su licor maravilloso iba a querer matarlo dos veces! En aquel momento, la olla dejó de girar y se volcó, al sentir el chorro del líquido caliente sobre su cabeza, Onagra alcanzó a correrse hacia un costado. Se salvó, sin embargo, diez, veinte, cien gotas, le entibiaron el pecho y los antebrazos. Casi enseguida, empezó a notar aquella sensación de agilidad y ligereza en las patas. Sensación que lo hacía dar saltos incontenibles igual que golpes de viento, saltos y volteretas que lo elevaban liviano como un barrilete. Liviano como todas las plumas de pájaros que Carda había echado en su olla mágica. No podía dominarse así que brincó, brincó y, de un solo salto, rebasó la línea superior de las paredes. Después de hacer una serie de piruetas con una habilidad que nunca había tenido, volvió a saltar. Volvió a saltar y se vio por encima de las ramas más altas de los árboles; fue cuando se animó y dio aquella voltereta audaz que le hizo escalar el cielo, mientras sentía que su cuerpo se brotaba de plumas. Y entonces, como por arte de magia, voló. Voló con un inútil collar de madera colgando del pescuezo.
Publicado con autorización de la Autora: Olga Drennen |
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