Allá en lo alto,
coronando la herbosa cima un montículo escarpado, de falda
cubierta por los árboles nudosos de la selva primordial, se
levanta la vieja mansión de mis antepasados. Durante siglos
sus almenas han contemplado ceñudas el salvaje y accidentado
terreno circundante, sirviendo de hogar y fortaleza para la
casa altanera cuyo honrado linaje es más viejo aún que los
muros cubiertos de musgo del castillo. Sus antiguos torreones,
castigados durante generaciones por las tormentas, demolidos
por el lento pero implacable paso del tiempo, formaban en la
época feudal una de las más temidas y formidables fortalezas
de toda Francia. Desde las aspilleras de sus parapetos y desde
sus escarpadas almenas, muchos barones, condes y aun reyes han
sido desafiados, sin que nunca resonara en sus espaciosos
salones el paso del invasor.
Pero todo ha cambiado
desde aquellos gloriosos años. Una pobreza rayana en la
indigencia, unida a la altanería que impide aliviarla mediante
el ejercicio del comercio, ha negado a los vástagos del linaje
la oportunidad de mantener sus posesiones en su primitivo
esplendor; y las derruidas piedras de los muros, la maleza que
invade los patios, el foso seco y polvoriento, así como las
baldosas sueltas, las tablazones comidas de gusanos y los
deslucidos tapices del interior, todo narra un melancólico
cuento de perdidas grandezas. Con el paso de las edades,
primero una, luego otra, las cuatro torres fueron
derrumbándose, hasta que tan sólo una sirvió de cobijo a los
tristemente menguados descendientes de los otrora poderosos
señores del lugar.
Fue en una de las
vastas y lóbregas estancias de esa torre que aún seguía en pie
donde yo, Antoine, el último de los desdichados y maldecidos
condes de C., vine al mundo, hace diecinueve años. Entre esos
muros, y entre las oscuras y sombrías frondas, los salvajes
barrancos y las grutas de la ladera, pasaron los primeros años
de mi atormentada vida. Nunca conocí a mis progenitores. Mi
padre murió a la edad de treinta y dos, un mes después de mi
nacimiento, alcanzado por una piedra de uno de los abandonados
parapetos del castillo; y, habiendo fallecido mi madre al
darme a luz, mi cuidado y educación corrieron a cargo del
único servidor que nos quedaba, un hombre anciano y fiel de
notable inteligencia, que recuerdo que se llamaba Pierre. Yo
no era más que un chiquillo, y la carencia de compañía que eso
acarreaba se veía aumentada por el extraño cuidado que mi
añoso guardián se tomaba para privarme del trato de los
muchachos campesinos, aquellos cuyas moradas se desperdigaban
por los llanos circundantes en la base de la colina. Por
entonces, Pierre me había dicho que tal restricción era debida
a que mi nacimiento noble me colocaba por encima del trato con
aquellos plebeyos compañeros. Ahora sé que su verdadera
intención era ahorrarme los vagos rumores que corrían acerca
de la espantosa maldición que afligía a mi linaje, cosas que
se contaban en la noche y eran magnificadas por los sencillos
aldeanos según hablaban en voz baja al resplandor del hogar en
sus chozas.
Aislado de esa
manera, librado a mis propios recursos, ocupaba mis horas de
infancia en hojear los viejos tomos que llenaban la biblioteca
del castillo, colmada de sombras, y en vagar sin ton ni son
por el perpetuo crepúsculo del espectral bosque que cubría la
falda de la colina. Fue quizás merced a tales contornos el que
mi mente adquiriera pronto tintes de melancolía. Esos estudios
y temas que tocaban lo oscuro y lo oculto de la naturaleza
eran lo que más llamaban mi atención.
Poco fue lo que me
permitieron saber de mi propia ascendencia, y lo poco que supe
me sumía en hondas depresiones. Quizás, al principio, fue sólo
la clara renuencia mostrada por mi viejo preceptor a la hora
de hablarme de mi línea paterna lo que provocó la aparición de
ese terror que yo sentía cada vez que se mentaba a mi gran
linaje, aunque al abandonar la infancia conseguí fragmentos
inconexos de conversación, dejados escapar involuntariamente
por una lengua que ya iba traicionándolo con la llegada de la
senilidad, y que tenían alguna relación con un particular
acontecimiento que yo siempre había considerado extraño, y que
ahora empezaba a volverse turbiamente terrible. A lo que me
refiero es a la temprana edad en la que los condes de mi
linaje encontraban la muerte. Aunque hasta ese momento había
considerado un atributo de familia el que los hombres fueran
de corta vida, más tarde reflexioné en profundidad sobre
aquellas muertes prematuras, y comencé a relacionarlas con los
desvaríos del anciano, que a menudo mencionaba una maldición
que durante siglos había impedido que las vidas de los
portadores del título sobrepasasen la barrera de los treinta y
dos años. En mi vigésimo segundo cumpleaños, el añoso Pierre
me entregó un documento familiar que, según decía, había
pasado de padre a hijo durante muchas generaciones y había
sido continuado por cada poseedor. Su contenido era de lo más
inquietante, y una lectura pormenorizada confirmó la gravedad
de mis temores. En ese tiempo, mi creencia en lo sobrenatural
era firme y arraigada, de lo contrario hubiera hecho a un lado
con desprecio el increíble relato que tenía ante los ojos.
El papel me hizo
retroceder a los tiempos del siglo XIII, cuando el viejo
castillo en el que me hallaba era una fortaleza temida e
inexpugnable. En él se hablaba de cierto anciano que una vez
vivió en nuestras posesiones, alguien de no pocos talentos,
aunque su rango apenas rebasaba el de campesino; era de nombre
Michel, de usual sobrenombre Mauvais, el malhadado, debido a
su siniestra reputación. A pesar de su clase, había estudiado,
buscando cosas tales como la piedra filosofal y el elixir de
la eterna juventud, y tenía fama de ducho en los terribles
arcanos de la magia negra y la alquimia. Michel Mauvais tenía
un hijo llamado Charles, un mozo tan avezado como él mismo en
las artes ocultas, habiendo sido por ello apodado Le Sorcier,
el brujo. Ambos, evitados por las gentes de bien, eran
sospechosos de las prácticas más odiosas. El viejo Michel era
acusado de haber quemado viva a su esposa, a modo de
sacrificio al diablo, y, en lo tocante a las incontables
desapariciones de hijos pequeños de campesinos, se tendía a
señalar su puerta. Pero, a través de las oscuras naturalezas
de padre e hijo brillaba un rayo de humanidad y redención; el
malvado viejo quería a su retoño con fiera intensidad,
mientras que el mozo sentía por su padre una devoción más que
filial.
Una noche el castillo
de la colina se encontró sumido en la más tremenda de las
confusiones por la desaparición del joven Godfrey, hijo del
conde Henri. Un grupo de búsqueda, encabezado por el frenético
padre, invadió la choza de los brujos, hallando al viejo
Michel Mauvais mientras trasteaba en un inmenso caldero que
bullía violentamente. Sin más demora, llevado de furia y
desesperación desbocadas, el conde puso sus manos sobre el
anciano mago y, al aflojar su abrazo mortal, la víctima ya
había expirado. Entretanto, los alegres criados proclamaban el
descubrimiento del joven Godfrey en una estancia lejana y
abandonada del edificio, anunciándolo muy tarde, ya que el
pobre Michel había sido muerto en vano. Al dejar el conde y
sus amigos la mísera cabaña del alquimista, la figura de
Charles Le Sorcier hizo acto de presencia bajo los árboles. La
charla excitada de los domésticos más próximos le reveló lo
sucedido, aunque pareció indiferente en un principio al
destino de su padre. Luego, yendo lentamente al encuentro del
conde, pronunció con voz apagada pero terrible la maldición
que, en adelante, afligiría a la casa de C.
«Nunca sea que un
noble de tu estirpe homicida Viva para alcanzar mayor edad de
la que ahora posees» proclamó cuando, repentinamente, saltando
hacia atrás al negro bosque, sacó de su túnica una redoma de
líquido incoloro que arrojó al rostro del asesino de su padre,
desapareciendo al amparo de la negra cortina de la noche. El
conde murió sin decir palabra y fue sepultado al día
siguiente, con apenas treinta y dos años. Nunca descubrieron
rastro del asesino, aunque implacables bandas de campesinos
batieron las frondas cercanas y las praderas que rodeaban la
colina.
El tiempo y la falta
de recordatorios aminoraron la idea de la maldición de la
mente de la familia del conde muerto; así que cuando Godfrey,
causante inocente de toda la tragedia y ahora portador de un
título, murió traspasado por una flecha en el transcurso de
una cacería, a la edad de treinta y dos años, no hubo otro
pensamiento que el de pesar por su deceso. Pero cuando, años
después, el nuevo joven conde, de nombre Robert, fue
encontrado muerto en un campo cercano y sin mediar causa
aparente, los campesinos dieron en murmurar acerca de que su
amo apenas sobrepasaba los treinta y dos cumpleaños cuando fue
sorprendido por su temprana muerte. Louis, hijo de Robert, fue
descubierto ahogado en el foso a la misma fatídica edad, y,
desde ahí, la crónica ominosa recorría los siglos: Henris,
Roberts, Antoines y Armands privados de vidas felices y
virtuosas cuando apenas rebasaban la edad que tuviera su
infortunado antepasado al morir.
Según lo leído,
parecía cierto que no me quedaban sino once años. Mi vida,
tenida hasta entonces en tan poco, se me hizo ahora más
preciosa a cada día que pasaba, y me fui progresivamente
sumergiendo en los misterios del oculto mundo de la magia
negra.
Solitario como era,
la ciencia moderna no me había perturbado y trabajaba como en
la Edad Media, tan empeñado como estuvieran el viejo Michel y
el joven Charles en la adquisición de saber demonológico y
alquímico. Aunque leía cuanto caía en mis manos, no encontraba
explicación para la extraña maldición que afligía a mi
familia. En los pocos momentos de pensamiento racional, podía
llegar tan lejos como para buscar alguna explicación natural,
atribuyendo las tempranas muertes de mis antepasados al
siniestro Charles Le Sorcier y sus herederos; pero
descubriendo tras minuciosas investigaciones que no había
descendientes conocidos del alquimista, me volví nuevamente a
los estudios ocultos y de nuevo me esforcé en encontrar un
hechizo capaz de liberar a mi estirpe de esa terrible carga.
En algo estaba plenamente resuelto. No me casaría jamás, y, ya
que las ramas restantes de la familia se habían extinguido,
pondría fin conmigo a la maldición.
Cuando yo frisaba los
treinta, el viejo Pierre fue reclamado por el otro mundo. Lo
enterré sin ayuda bajo las piedras del patio por el que tanto
gustara de deambular en vida. Así quedé para meditar en
soledad, siendo el único ser humano de la gran fortaleza, y en
el total aislamiento mi mente fue dejando de rebelarse contra
la maldición que se avecinaba para casi llegar a acariciar ese
destino con el que se habían encontrado tantos de mis
antepasados. Pasaba mucho tiempo explorando las torres y los
salones ruinosos y abandonados del viejo castillo, que el
temor juvenil me había llevado a rehuir y que, al decir del
viejo Pierre, no habían sido hollados por ser humano durante
casi cuatro siglos. Muchos de los objetos hallados resultaban
extraños y espantosos. Mis ojos descubrieron muebles cubiertos
por polvo de siglos, desmoronándose en la putridez de largas
exposiciones a la humedad. Telarañas en una profusión nunca
antes vista brotaban por doquier, e inmensos murciélagos
agitaban sus alas huesudas e inmensas por todos lados en las,
por otra parte, vacías tinieblas.
Guardaba el cálculo
más cuidadoso de mi edad exacta, aun de los días y horas, ya
que cada oscilación del péndulo del gran reloj de la
biblioteca desgranaba una pizca más de mi condenada
existencia. Al final estuve cerca del momento tanto tiempo
contemplado con aprensión. Dado que la mayoría de mis
antepasados fueron abatidos poco después de llegar a la edad
exacta que tenía el conde Henri al morir, yo aguardaba en
cualquier instante la llegada de una muerte desconocida. En
qué extraña forma me alcanzaría la maldición, eso no sabía
decirlo; pero estaba decidido a que, al menos, no me
encontrara atemorizado o pasivo. Con renovado vigor, me
apliqué al examen del viejo castillo y cuanto contenía.
El suceso culminante
de mi vida tuvo lugar durante una de mis exploraciones más
largas en la parte abandonada del castillo, a menos de una
semana de la fatídica hora que yo sabía había de marcar el
límite final a mi estancia en la tierra, más allá de la cual
yo no tenía siquiera atisbos de esperanza de conservar el
hálito. Había empleado la mejor parte de la mañana yendo
arriba y abajo por las escaleras medio en ruinas, en uno de
los más castigados de los antiguos torreones. En el transcurso
de la tarde me dediqué a los niveles inferiores, bajando a lo
que parecía ser un calabozo medieval o quizás un polvorín
subterráneo, más bajo. Mientras deambulaba lentamente por los
pasadizos llenos de incrustaciones al pie de la última
escalera, el suelo se tornó sumamente húmedo y pronto, a la
luz de mi trémula antorcha, descubrí que un muro sólido,
manchado por el agua, impedía mi avance. Girándome para volver
sobre mis pasos, fui a poner los ojos sobre una pequeña
trampilla con anillo, directamente bajo mis pies.
Deteniéndome, logré alzarla con dificultad, descubriendo una
negra abertura de la que brotaban tóxicas humaredas que
hicieron chisporrotear mi antorcha, a cuyo titubeante
resplandor vislumbré una escalera de piedra. Tan pronto como
la antorcha, que yo había abatido hacia las repelentes
profundidades, ardió libre y firmemente, emprendí el descenso.
Los peldaños eran muchos y llevaban a un angosto pasadizo de
piedra que supuse muy por debajo del nivel del suelo. Este
túnel resultó de gran longitud y finalizaba en una masiva
puerta de roble, rezumante con la humedad del lugar, que
resistió firmemente cualquier intento mío de abrirla. Cesando
tras un tiempo en mis esfuerzos, me había vuelto un trecho
hacia la escalera, cuando sufrí de repente una de las
impresiones más profundas y enloquecedoras que pueda concebir
la mente humana. Sin previo aviso, escuché crujir la pesada
puerta a mis espaldas, girando lentamente sobre sus oxidados
goznes. Mis inmediatas sensaciones no son susceptibles de
análisis. Encontrarme en un lugar tan completamente abandonado
como yo creía que era el viejo castillo, ante la prueba de la
existencia de un hombre o un espíritu, provocó a mi mente un
horror de lo más agudo que pueda imaginarse. Cuando al fin me
volví y encaré la fuente del sonido, mis ojos debieron
desorbitarse ante lo que veían. En un antiguo marco gótico se
encontraba una figura humana. Era un hombre vestido con un
casquete1 y una larga túnica medieval de color oscuro. Sus
largos cabellos y frondosa barba eran de un negro intenso y
terrible, de increíble profusión. Su frente, más alta de lo
normal; sus mejillas, consumidas, llenas de arrugas; y sus
manos largas, semejantes a garras y nudosas, eran de una
mortal y marmórea blancura como nunca antes viera en un
hombre. Su figura, enjuta hasta asemejarla a un esqueleto,
estaba extrañamente cargada de hombros y casi perdida dentro
de los voluminosos pliegues de su peculiar vestimenta. Pero lo
más extraño de todo eran sus ojos, cavernas gemelas de negrura
abisal, profundas en saber, pero inhumanas en su maldad. Ahora
se clavaban en mí, lacerando mi alma con su odio,
manteniéndome sujeto al sitio. Por fin, la figura habló con
una voz retumbante que me hizo estremecer debido a su honda
impiedad e implícita malevolencia. El lenguaje empleado en su
discurso era el decadente latín usado por los menos eruditos
durante la Edad Media, y pude entenderlo gracias a mis
prolongadas investigaciones en los tratados de los viejos
alquimistas y demonólogos. Esa aparición hablaba de la
maldición suspendida sobre mi casa, anunciando mi próximo fin,
e hizo hincapié en el crimen cometido por mi antepasado contra
el viejo Michel Mauvais, recreándose en la venganza de Charles
le Sorcier. Relató cómo el joven Charles había escapado al
amparo de la noche, volviendo al cabo de los años para matar
al heredero Godfrey con una flecha, en la época en que éste
alcanzó la edad que tuviera su padre al ser asesinado; cómo
había vuelto en secreto al lugar, estableciéndose ignorado en
la abandonada estancia subterránea, la misma en cuyo umbral se
recortaba ahora el odioso narrador. Cómo había apresado a
Robert, hijo de Godfrey, en un campo, forzándolo a ingerir
veneno y dejándolo morir a la edad de treinta y dos,
manteniendo así la loca profecía de su vengativa maldición.
Entonces me dejó imaginar cuál era la solución de la mayor de
las incógnitas: cómo la maldición había continuado desde el
momento en que, según las leyes de la naturaleza, Charles le
Sorcier hubiera debido morir, ya que el hombre se perdió en
digresiones, hablándome sobre los profundos estudios de
alquimia de los dos magos, padre e hijo, y explayándose sobre
la búsqueda de Charles le Sorcier del elixir que podría
garantizarle el goce de vida y juventud eternas.
Por un instante su
entusiasmo pareció desplazar de aquellos ojos terribles el
odio mostrado en un principio, pero bruscamente volvió el
diabólico resplandor y, con un estremecedor sonido que
recordaba el siseo de una serpiente, alzó una redoma de
cristal con evidente intención de acabar con mi vida, tal como
hiciera Charles le Sorcier seiscientos años antes con mi
antepasado. Llevado por algún protector instinto de
autodefensa, luché contra el encanto que me había tenido
inmóvil hasta ese momento, y arrojé mi antorcha, ahora
moribunda, contra el ser que amenazaba mi vida. Escuché cómo
la ampolla se rompía de forma inocua contra las piedras del
pasadizo mientras la túnica del extraño personaje se
incendiaba, alumbrando la horrible escena con un resplandor
fantasmal. El grito de espanto y de maldad impotente que lanzó
el frustrado asesino resultó demasiado para mis nervios, ya
estremecidos, y caí desmayado al suelo fangoso.
Cuando por fin
recobré el conocimiento, todo estaba espantosamente a oscuras
y, recordando lo ocurrido, temblé ante la idea de tener que
soportar aún más; pero fue la curiosidad lo que acabó
imponiéndose. ¿Quién, me preguntaba, era este malvado
personaje, y cómo había llegado al interior del castillo? ¿Por
qué podía querer vengar la muerte del pobre Michel Mauvais y
cómo se había transmitido la maldición durante el gran número
de siglos pasados desde la época de Charles le Sorcier? El
peso del espanto, sufrido durante años, desapareció de mis
hombros, ya que sabía que aquel a quien había abatido era lo
que hacía peligrosa la maldición, y, viéndome ahora libre,
ardía en deseos de saber más del ser siniestro que había
perseguido durante siglos a mi linaje, y que había convertido
mi propia juventud en una interminable pesadilla. Dispuesto a
seguir explorando, me tanteé los bolsillos en busca de eslabón
y pedernal, y encendí la antorcha de repuesto. Enseguida, la
luz renacida reveló el cuerpo retorcido y achicharrado del
misterioso extraño. Esos ojos espantosos estaban ahora
cerrados. Desasosegado por la visión, me giré y accedí a la
estancia que había al otro lado de la puerta gótica. Allí
encontré lo que parecía ser el laboratorio de un alquimista.
En una esquina se encontraba una inmensa pila de reluciente
metal amarillo que centelleaba de forma portentosa a la luz de
la antorcha. Debía de tratarse de oro, pero no me detuve a
cerciorarme, ya que estaba afectado de forma extraña por la
experiencia sufrida. Al fondo de la estancia había una
abertura que conducía a uno de los muchos barrancos abiertos
en la oscura ladera boscosa. Lleno de asombro, aunque sabedor
ahora de cómo había logrado ese hombre llegar al castillo, me
volví. Intenté pasar con el rostro vuelto junto a los restos
de aquel extraño, pero, al acercarme, creí oírle exhalar
débiles sonidos, como si la vida no hubiera escapado por
completo de él. Horrorizado, me incliné para examinar la
figura acurrucada y abrasada del suelo. Entonces esos
horribles ojos, mas oscuros que la cara quemada donde se
albergaban, se abrieron para mostrar una expresión imposible
de identificar. Los labios agrietados intentaron articular
palabras que yo no acababa de entender. Una vez capté el
nombre de Charles le Sorcier y en otra ocasión pensé que las
palabras «años» y «maldición» brotaban de esa boca retorcida.
A pesar de todo, no fui capaz de encontrar un significado a su
habla entrecortada. Ante mi evidente ignorancia, los ojos como
pozos relampaguearon una vez más malévolamente en mi contra,
hasta el punto de que, inerme como veía a mi enemigo, me sentí
estremecer al observarlo.
Súbitamente, aquel
miserable, animado por un último rescoldo de energía, alzó su
espantosa cabeza del suelo húmedo y hundido. Entonces,
recuerdo que, estando yo paralizado por el miedo, recuperó la
voz y con aliento agonizante vociferó las palabras que en
adelante habrían de perseguirme durante todos los días y las
noches de mi vida.
-¡Necio! -gritaba-.
¿No puedes adivinar mi secreto? ¿No tienes bastante cerebro
como para reconocer la voluntad que durante seis largos siglos
ha perpetuado la espantosa maldición sobre los tuyos? ¿No te
he hablado del gran elixir de la eterna juventud? ¿No sabes
quién desveló el secreto de la alquimia? ¡Pues fui yo! ¡Yo!
¡Yo! ¡Yo que he vivido durante seiscientos años para perpetuar
mi venganza, PORQUE YO SOY CHARLES LE SORCIER! |