Llovía; el agua
corría por los grandes ventanales del salón donde Plácido
aguardaba. Era un hombre alto, desgarbado, tan humildemente
vestido que desentonaba hasta con los muebles, más o menos
sencillos.
Transcurrieron tres
cuartos de hora y por fin lo hicieron pasar.
El Alcalde no le
tendió la mano; Plácido se quedó con el brazo en el aire,
triste, más que turbado, porque tenía un alma simple que no
entendía de cortesías. Entonces suprimió todo prólogo y dijo
de golpe con voz clara:
—Alcalde, quiero una
plaza.
—¿Una plaza...? ¿De
qué?
—De tierra.
El Alcalde lo observó
fijamente con sus ojillos verdes; disimuladamente, corrió sus
dedos hacia el timbre. Plácido esperaba, indiferente al
silencio que habían provocado sus palabras.
El Secretario acudió
presuroso. Cuchichearon rápidamente y el rostro del Alcalde se
distendió en una sonrisa. Había temido vérselas con un loco.
—¿De modo... —dijo,
apartando a su servidor con un gesto— que quieres una plaza de
la ciudad? ¿Una plaza con árboles, con bancos y fuentes?
—Sí, señor.
—¿Y qué vas a hacer
en ella?
—Trabajar. Poner
plantas. Y cuidarlas... Carpir, regar, podar...
El Alcalde vaciló un
segundo apenas; en seguida resolvió, diciendo:
—¡Bien! Te daremos
una plaza. Serás el jardinero honorario, el guardián, en fin,
lo que quieras. Pero... tendrás que mejorar un poco la
presencia.
El extraño postulante
sacudió el polvo de sus miserables ropas y bajó los ojos, como
avergonzado. Pero por fin sonrió con dulzura y respondió:
—Por las tardes
podría vestirme de chaqueta.
—¿Tienes chaqueta?
—Sí, debo tenerla
todavía.
El Alcalde lo saludó
con un gesto. Plácido se volvió y trabajosamente dio con la
puerta de salida.
El astuto Director de
Jardines se frotaba las manos satisfecho. Se había librado de
una pesadilla cumpliendo, de paso, el absurdo decreto del
Alcalde.
Plácido pagaba las
consecuencias. El terreno que le habían cedido estaba ubicado
en las afueras de la ciudad; era, en realidad, el lugar donde
alguna vez debió cumplirse un proyecto postergado que se
conservaba bajo el título de Paseo Ribereño del Sur. Como lo
decía su nombre, se trataba de la costa del río, tierra
gredosa y pobre. Pero Plácido era evidentemente un loco y,
además, sólo había pedido tierra. Ahí la tenía.
El Director firmó la
resolución y pocos días después tomó su licencia. Todo el
mundo oficial olvidó a Plácido, hasta los ordenanzas que
habían sido los introductores del postulante.
Pasaron unos tres
meses durante los cuales el Alcalde estuvo ocupadísimo con las
continuas interpelaciones que le hacía el Consejo. Pero como
todas las cosas tienen su fin, un acuerdo político apaciguó
los ánimos y el Alcalde dispuso nuevamente de su persona. Y
quiso el destino que, apenas tuvo la paz necesaria para pensar
tonterías, se le atravesara el recuerdo de Plácido y su
notable pedido.
Comenzaba la
primavera. La oficina olía a tabaco y humedad. Todo invitaba a
salir, y, como el Alcalde acababa de encontrar el pretexto
satisfactorio, llamó a su nuevo Secretario y salió en busca de
Plácido.
Cuando llegó a la
ribera no pudo creer en lo que sus ojos veían. Donde antes
sólo existían matorrales y charcas, ahora había árboles,
flores, grandes canteros de césped, glorietas y otras
maravillas.
—¡Pero, este hombre
es un genio! —gritó el Alcalde—. ¡Esto no puede ser! ¡Nadie en
el mundo puede hacer otro tanto en tres meses!
Y después de repetir
cuantos superlativos conservaba en la memoria, el Alcalde
sacudió de un brazo a su Secretario y le preguntó furioso:
—¿Y usted? ¿Cómo no
me ha dicho una palabra?
—¡Yo... soy nuevo en
el cargo! —se disculpó el empleado. Y era verdad, no hacía
siete días que reemplazaba al Secretario anterior—. Y además
—continuó— yo he pasado por aquí hace una quincena y no me ha
llamado la atención...
—¡Tonto! —rugió el
Alcalde y se precipitó fuera del auto. Caminó por el pasto y
se detuvo ante una rosa amarilla para olerla embelesado. Luego
quedó extático frente a un macizo de lirios. Y después ya no
supo qué admirar más y corrió dando saltos.
Entretanto, el
Secretario no lograba salir de su estupor. Porque, para él,
esta obra estupenda era labor de quince días. ¿O podría
habérsele pasado por alto? ¡Imposible! ¡Cuántas veces había
estado allí, con su novia! Esto olía a brujería...
Un grito cortó sus
meditaciones. El Alcalde lo llamaba. Acudió al trote.
—¿Dónde está Plácido?
—le preguntó.
—No sé quién es
Plácido, señor.
—¡Es el “dueño” de
esta plaza! ¡El santo! ¡El mago!
Y como el Secretario
no sabía nada de aquel famoso asunto, el Alcalde hubo de
explicarle todo, con lo cual sólo consiguió asombrar más al
pobre hombre y terminar de confundirlo. Luego, ambos
comenzaron a recorrer el parque dando gritos:
—¡Plácido! ¡Plácido!
Pero no pudieron
hallarlo. Más aún, no vieron un alma durante todo el paseo.
Aquellos canteros tan
frescos y limpios parecían cuidarse solos, porque en ningún
lado encontraron palas o mangueras o carretillas, instrumentos
indispensables para el floricultor.
Regresaban ya,
rendidos y roncos de tanto gritar, cuando con nuevo asombro
descubrieron en el punto de partida a unos diez o quince
hombres que afanosamente carpían la tierra.
—¿De dónde salen
ustedes? —preguntó violentamente el Alcalde— ¿Dónde estaban?
—Estábamos en el
trabajo... —replicaron.
Con distintas voces
pueblerinas aclararon que eran vecinos de la ribera y que,
luego de terminar cada uno su trabajo particular, acudían al
parque para ayudar a Plácido. Pero estos hombres también eran
gente sencilla, caracteres simples, más hechos para entenderse
con el famoso jardinero que con el Alcalde y su Secretario.
Tal vez por eso no se explicaban la excitación del funcionario
ni aceptaban sus desmesurados elogios sobre los jardines.
—No es tanto, no es
tanto... —decían moviendo las cabezas—. Hay pulgón... hay
peste... Las dalias no andan bien...
No mentían. Para
ellos el parque estaba lejos de ser lo que debía haber sido.
El Alcalde se indignó
ante estas manifestaciones que atribuyó a la ignorancia de sus
interlocutores y no quiso perder más tiempo.
—¡Basta! —gritó—.
¡Ustedes no saben lo que dicen! ¡Quiero ver a Plácido!
—Va a ser difícil...
—le respondieron a coro.
—¿Dónde está?
—En alguna otra
plaza.
—¿Otra plaza?
Aquella tarde iba a
ser memorable en la vida del Alcalde. Jamás había
experimentado tan contradictorias sensaciones y difícilmente
volvería a recibir respuestas más inesperadas.
Según el decir de
aquellos hombres simples, Plácido “tenía” muchas plazas como
aquélla, pues había repetido su notable solicitud en unos
cuantos pueblos de la provincia.
—Pero... —gimió el
Alcalde— entonces, ¿quién ha hecho esto?
—Y... —los hombres se
miraron entre sí—. Esto lo hacemos nosotros, siguiendo las
indicaciones de Plácido.
El Alcalde ya no pudo
con sus nervios. Dio unas patadas en el suelo y, con los ojos
llenos de lágrimas, corrió a esconderse en el auto. El
Secretario, después de bambolearse unos segundos, lo siguió
tropezando.
Los ayudantes de
Plácido comentaron tan absurda retirada. Para unos, el Alcalde
estaba enfermo. Para otros, el Secretario se había dormido
parado. Pero como la tarde corría y había que terminar con
aquel cantero, todos a un tiempo levantaron las azadas.
En toda esta curiosa
historia de Plácido hay varios detalles muy extraños. El
primero es ese del efecto que hizo en los funcionarios la
belleza del Parque Ribereño. Es evidente que tanto el Alcalde
como su Secretario (y todos los funcionarios que concurrieron
posteriormente) veían el parque con ojos muy diferentes de
aquellos con que lo veían los ayudantes de Plácido y demás
gente del pueblo. Algo así como si la función pública hubiera
transformado o alterado su visión de las cosas hasta el punto
de encontrar maravillosa la efectiva pero simple labor de unos
cuantos hombres. Este misterio resulta más notable en el caso
del nuevo Secretario que, apenas se hace cargo del puesto, ya
desconoce el paseo recorrido pocos días atrás.
Otro detalle curioso
es el que nos plantea Plácido al repetir en distintos pueblos
sus notables solicitudes. Pero el más chocante de todos es el
de la desaparición de Plácido. Efectivamente, nunca, a pesar
de todos los empeños oficiales, se pudo dar con el ilustre
jardinero.
Para terminar esta
historia. yo, que soy hombre de pueblo, he visitado algunos de
los jardines creados por Plácido. Son hermosos, sí, pero mucho
más hermoso es el hecho de que los hayan realizado los
vecinos.
Enrique Wernicke |