FELIZ NAVIDAD

 

La gente pasa a su alrededor y él sigue su rumbo al abismo, se frena delante de las puertas metálicas de un resplandeciente cromado que reflejan su diminuta figura. Permanece allí parado, observando al nuevo amigo que se le proyecta, al principio no distingue la realidad y palmea repetidamente las puertas. Al momento para y se ladea mirando fijamente su propio reflejo, primero sonríe llanamente y seguidamente a carcajadas se divierte con su propio yo. Sólo percibe –no aprecia a darse cuenta de que es él mismo-, que alguien repite sus gestos.

 

Las puertas se abren y el pequeño Pau se asusta. El insignificante sobresalto le hace padecer, y al flaquearle sus tiernas articulaciones cae sentado de culo. Un enorme espejo en el interior del cubículo le muestra su figura. Se incorpora a cuatro patas y se adentra a palpar el espejo. Sus manos se unen con dóciles golpes que propina en el cristal. Las puertas se cierran y el cubículo se mueve. Pau no lo percibe.

 

El ascensor se para bruscamente y el muchachito se pone de pie ayudándose con las manos en el frío espejo. Cuatro personas se adentran en el hueco y Pau desaparece esquivando sus piernas.

 

Un nuevo espacio se le presenta, su vista recorre todo el perímetro ambos lados. Se percata de que todo es distinto. <<Es una caja mágica –se dice>>.

 

Da media vuelta y se adentra en el gentío. En un primer instante permanece estático y mira ambos lados buscando a su madre. No la ve. Nota su ausencia por un momento se da cuenta de que necesita su compañía. Avanza por la marabunta de piernas que lo rodean y se deja llevar. Su cara despavorida amenaza con estallar y propagar sus sonoros llantos en la inmensa sala del centro comercial donde se encuentra. Pero no lo hace.

 

La Navidad se aproxima y los centros se adecuan al gran acontecimiento. Un inmenso abeto se alza hasta lo más alto en el centro del comercio. Donde un gran circulo recoge un espacio central, un punto de encuentro o partida. Los posibles sollozos que se avecinaban en el rostro de Pau desvanecen al instante. La inmensa oda de luces que se aposenta frente a él lo neutraliza. En esos momentos en su cabeza solamente existe el abeto repleto de sus tintineantes colores. Hace tan solo cinco o como mucho diez minutos se encontraba a las faldas de su madre en una tienda repleta de juguetes y diversidades.

 

Pau daba tirones de la falda de su madre exigiendo mera atención que no llegaba. Su madre embaucada con la dependienta tan solo decía:

 

-Pau estate quieto –y seguidamente-. No te muevas de mi lado.

 

Había recorrido la tienda palmo a palmo, juguete a juguete. Entreteniéndose con todo aquel artefacto que encontraba a su alcance.

 

<<Pau estate quieto. ¿Mama?>> se había dicho Pau en el momento que se abrieron las puertas del ascensor y repetidas veces mientras caminaba exhorto entre el gentío. Sin embargo ahora no se acordaba del hecho. Ahora no pensaba en nada más, todos los miedos y su entorno pasó a un segundo plano, nada existía, nada ocurría en su humilde entorno.

 

La muchedumbre pasaba por su lado y al parecer su mayor preocupación era la de no chocar con el muchachito. Los había con prisas que no podían permitirse el lujo de perder un segundo a observar si iba acompañado. Y los otros, aquéllos que paseaban con sus preocupaciones y se decían que tenían bastante con las suyas.

 

Gracias a todos ellos Pau pudo seguir avanzando sin que nadie lo detuviera. Anduvo los metros necesarios con su peculiar caminar hasta llegar frente al enorme abeto. Nadie entorpeció su llegada.

 

Se encontraba en la primera planta del recinto y una valla de cristal ahumado lo separaba de su destino. Apoyado en el frío cristal chafó su cara contemplando el acontecimiento. Vio otros niños que alzaban la cabeza para ver la densidad de todo aquello. Pau quería llegar allí.

 

Su madre pertenecía al grupo de personas que van de aquí para allá, sin prestar atención, al grupo de las prisas. Al llegar al centro comercial Pau y su madre habían pasado por delante del abeto pero ésta no le otorgó unos minutos de su tiempo, tenían prisa, luego volverían a ver el árbol. Pau pasó los próximos cinco minutos con un estruendoso berrinche. Una queja que se alzó hacía el cielo y quedó en vano.

 

Una muchacha joven se acercó y se apoyó en la barandilla. Agachó la cabeza y contempló al pequeño Pau.

 

-Es bonito. ¿Te gusta, verdad? –le dijo con la mirada fija en el árbol.

 

Pau asintió con la mirada. La muchacha le acarició el pelo en un revuelo y sonrió. Después se despidió y dio media vuelta adentrándose en el gentío. No podía percatarse si iba acompañado, ya tenía sus propias preocupaciones.

 

Sin apartar la vista del abeto comenzó a recorrer la valla de cristal. El rastro de sus dedos lo perseguía por el cristal. Llegó al final de la valla y descendió por las escaleras que le abrían el paso a la planta baja, a su destino.

 

Bajó torpemente ayudándose de una pequeña repisa que acompañaba cada tramo de escalera. Estaba muy cerca de su destino, lo estaba logrando. En ese momento se percató de la música que sonaba a través del hilo musical del recinto. Justo donde se encontraba ahora, se escuchaban los alegres villancicos, el tumulto de la gente había ahogado la alegre melodía todo el tiempo.

 

Contemplando el abeto desde allí, comenzó a mover su cabeza y sus manos con ademanes muy graciosos. Pau estaba bailando. Sonreía con la dulce sonrisa de un niño; lo que era.

 

Un hombre topó con él e interrumpió su danza.

 

-Perdona chaval.

 

Y siguió a lo suyo. No hubo nada más.

 

Pau se aproximó a la cinta moteada de color rojo que rodeaba el colosal abeto. Ahora contemplaba la magnitud de todo aquello. Con la palma de su mano acariciando la cinta, bordeó todo percibiendo cada detalle. Al llegar al punto de partida se encontró con una niña que contemplaba el abeto. Por la estatura venía a tener la misma edad que él. La miró fijamente y cuando ésta lo advirtió sonrió. No hizo falta más.

 

Un simple gesto, una mirada dulce y amorosa, una comunicación tierna que los unió ante aquél admirable abeto. Los niños no necesitaban más para hacerse entender. Sus suaves y graciosas manitas se entrelazaron. Al poco tiempo otro niño se aproximó y se puso al lado de Pau. El muchachito lo miró y le alzó la mano, el nuevo hombrecito la estrechó. Poco a poco llegaron más niños y fueron entrelazándose entre sí.

 

Antes de entrar en la oficina me he parado a fumar un cigarro, mientras contemplo desde lo lejos el abeto que se alza en su plenitud en el centro. Me dispongo a entrar por la puerta que da paso a las oficinas que se aposentan encima del centro comercial cuando diviso a varios niños a pie del árbol. Imagino que el centro ha organizado alguna actividad infantil. Apago el cigarro en el cenicero que hay apoyado en un pilar. Al darme la vuelta a lo lejos veo a una mujer que divaga por la multitud, alarmada mira hacía todos lados. Por un momento no se que ocurre hasta que percibo que ha perdido a su hijo.

 

Miro ambos lados y me percato de que varios padres comienzan ha seguir el mismo ritual de la madre. Algunos hablan entre ellos y alzan las manos hacía el cielo. Extrañado ante el espectáculo no se me ocurre nada. En ese momento una de las madres avanza velozmente en dirección del epicentro del recinto, donde se aposenta el abeto. Los demás siguen el ritual. El grupo de padres se aproxima hasta que uno de ellos abre sus brazos horizontalmente y se detienen a escasos centímetros de los muchachos. Cada padre y madre se sitúan detrás de su pequeño y entrelazan sus manos.

 

A los pocos segundos el murmullo insoportable del gentío desvanece. Los villancicos se escuchan con claridad en el recinto. Apoyado en el pilar donde descansa el cenicero enciendo otro cigarrillo y contemplo como padres y niños se unen a la melodía que suena. Contemplo el evento pensando en que han conseguido la atención de sus mayores, de una forma inusual y sencilla acaparar la atención de todos. Como el instinto de un niño consigue su cometido sin más vacilaciones que su propia carismática existencia. Y es que la inocencia de un niño desaparece con el paso del tiempo...

 

Una sonrisa que hacía mucho tiempo no aparecía se refleja en mi rostro. Un cosquilleo se apodera de mí mientras observo la lección de humanidad que sin saberlo, nos exponen.

 

-Feliz Navidad –digo en un susurro.

 

Daniel González

Publicado con autorización del autor

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