Un soldado,
después de haber cumplido su servicio durante
veinticinco años, pidió ser licenciado y se fue a correr
mundo.
Anduvo algún
tiempo, y se encontró a un pobre que le pidió limosna.
El soldado tenía sólo tres galletas y dio una al
mendigo, quedándose él con dos. Siguió su camino, y a
poco tropezó con otro pobre que también le pidió limosna
saludándolo humildemente. El soldado repartió con él su
provisión, dándole una galleta y quedándose él con la
última.
Llevaba
andando un buen rato cuando se encontró a un tercer
mendigo. Era un anciano de pelo blanco como la nieve,
que también lo saludó humildemente pidiéndole limosna.
El soldado sacó su última galleta y reflexionó así:
«Si le doy la
galleta entera me quedaré sin provisiones; pero si le
doy la mitad y encuentra a los otros dos pobres, al ver
que a ellos les he dado una galleta entera a cada uno se
podrá ofender. Será mejor que le dé la galleta entera;
yo me podré pasar sin ella.»
Le dio su
última galleta, quedándose sin provisiones. Entonces el
anciano le preguntó:
-Dime, hijo
mío, ¿qué deseas y qué necesitas?
-Dios te
bendiga -le contestó el soldado-. ¿Qué quieres que te
pida a ti, abuelito, si eres tan pobre que nada puedes
ofrecerme?
-No hagas
caso de mi miseria y dime lo que deseas; quizá pueda
recompensarte por tu buen corazón.
-No necesito
nada; pero si tienes una baraja, dámela como recuerdo
tuyo.
El anciano
sacó de su bolsillo una baraja y se la dio al soldado,
diciendo:
-Tómala, y
puedes estar seguro de que, juegues con quien juegues,
siempre ganarás. Aquí tienes también una alforja; a
quien encuentres en el camino, sea persona, sea animal o
sea cosa, si la abres y dices: «Entra aquí», en seguida
se meterá en ella.
-Muchas
gracias -le dijo el soldado.
Y sin dar
importancia a lo que el anciano le había dicho, tomó la
baraja y la alforja y siguió su camino.
Después de
andar bastante tiempo llegó a la orilla de un lago y vio
en él tres gansos que estaban nadando. Se le ocurrió al
soldado ensayar su alforja; la abrió y exclamó:
-¡Ea, gansos,
entren aquí!
Apenas tuvo
tiempo de pronunciar estas palabras cuando, con gran
asombro suyo, los gansos volaron hacia él y entraron en
la alforja. El soldado la ató, se la puso al hombro y
siguió su camino.
Anduvo,
anduvo y al fin llegó a una gran ciudad desconocida.
Entró en una taberna y dijo al tabernero:
-Oye, toma
este ganso y ásamelo para cenar; por este otro me darás
pan y una buena copa de aguardiente, y este tercero te
lo doy a ti en pago de tu trabajo.
Se sentó a la
mesa y, una vez lista la cena, se puso a comer,
bebiéndose el aguardiente y comiéndose el sabroso ganso.
Conforme cenaba, se le ocurrió mirar por la ventana y
vio cerca de la taberna un magnífico palacio que tenía
rotos todos los cristales de las ventanas.
-Dime
-preguntó al tabernero-, ¿qué palacio es ése y por qué
se halla abandonado?
-Ya hace
tiempo -le dijo éste- que nuestro zar hizo construir ese
palacio, pero le fue imposible establecerse en él. Hace
ya diez años que está abandonado, porque los diablos lo
han tomado por residencia y echan de él a todo el que
entra. Apenas llega la noche se reúnen allí a bailar,
alborotar y jugar a los naipes.
El soldado,
sin pararse a pensar en nada, se dirigió a palacio, se
presentó ante el zar, y haciendo un saludo militar, le
dijo así:
-¡Majestad!
Perdóname mi audacia por venir a verte sin ser llamado.
Quisiera que me dieses permiso para pasar una noche en
tu palacio abandonado.
-¡Tú estás
loco! Se han presentado ya muchos hombres audaces y
valientes pidiéndome lo mismo; a todos les di permiso,
pero ninguno de ellos ha vuelto vivo.
-El soldado
ruso ni se ahoga en el agua ni se quema en el fuego
-contestó el soldado-. He servido a Dios y al zar
veinticinco años y no me he muerto. ¿Crees que ahora me
voy a morir en una sola noche?
-Pero te
advierto que siempre que ha entrado al anochecer un
hombre vivo, a la mañana siguiente sólo se han
encontrado los huesos -contestó el zar.
El soldado
persistió en su deseo, rogando al zar que le diese
permiso para pasar la noche en el palacio abandonado.
-Bueno -dijo
al fin el zar-. Ve allí si quieres; pero no podrás decir
que ignoras la muerte que te espera.
Se fue el
soldado al palacio abandonado, y una vez allí se instaló
en la gran sala, se quitó la mochila y el sable, puso la
primera en un rincón y colgó el sable de un clavo. Se
sentó a la mesa, sacó la tabaquera, llenó la pipa, la
encendió y se puso a fumar tranquilamente.
A las doce de
la noche acudieron, no se sabe de dónde, una cantidad
tan grande de diablos que no era posible contarlos.
Empezaron a gritar, a bailar y alborotar, armando una
algarabía infernal.
-¡Hola,
soldado! ¿Estás tú también aquí? -gritaron al ver a
éste-. ¿Para qué has venido? ¿Acaso quieres jugar a los
naipes con nosotros?
-¿Por qué no
he de querer? -repuso el soldado-. Ahora que con una
condición: hemos de jugar con mi baraja, porque no tengo
fe en la de ustedes.
En seguida
sacó su baraja y empezó a repartir las cartas. Jugaron
un juego y el soldado ganó; la segunda vez ocurrió lo
mismo. A pesar de todas las astucias que inventaban los
diablos, perdieron todo el dinero que tenían, y el
soldado iba recogiéndolo tranquilamente.
-Espera,
amigo -le dijeron los diablos-; tenemos una reserva de
cincuenta arrobas de plata y cuarenta de oro: vamos a
jugar esa plata y ese oro.
Mandaron a un
diablejo para que les trajese los sacos de la reserva y
continuaron jugando. El soldado seguía ganando, y el
pequeño diablejo, después de traer todos los sacos de
plata, se cansó tanto que, con el aliento perdido,
suplicó al viejo diablo calvo:
-Permíteme
descansar un ratito.
-¡Nada de
descanso, perezoso! ¡Tráenos en seguida los sacos de
oro!
El diablejo,
asustado, corrió a todo correr y siguió trayendo los
sacos de oro, que pronto se amontonaron en un rincón.
Pero el resultado fue el mismo: el soldado seguía
ganando.
Los diablos,
a quienes no agradaba separarse de su dinero, derribaron
la mesa a patadas y atacaron al soldado, rugiendo a
coro:
-Despedácenlo, despedácenlo.
Pero el
soldado, sin turbarse, cogió su alforja, la abrió y
preguntó:
-¿Saben qué
es esto?
-Una alforja
-le contestaron los diablos.
-¡Pues entren
todos aquí!
Apenas
pronunció estas palabras, todos los diablos en pelotón
se precipitaron en la alforja, llenándola por completo,
apretados unos a otros. El soldado la ató lo más fuerte
posible con una cuerda, la colgó de la pared, y luego,
echándose sobre los sacos de dinero, se durmió
profundamente sin despertar hasta la mañana.
Muy temprano,
el zar dijo a sus servidores:
-Vayan a ver
lo que le ha sucedido al soldado, y si se ha muerto,
recojan sus huesos.
Los
servidores llegaron al palacio y vieron con asombro al
soldado paseándose contentísimo por las salas fumando su
pipa.
-¡Hola,
amigo! Ya no esperábamos verte vivo. ¿Qué tal has pasado
la noche? ¿Cómo te las has arreglado con los diablos?
-¡Valientes
personajes son esos diablos! ¡Miren cuánto oro y cuánta
plata les he ganado a los naipes!
Los
servidores del zar se quedaron asombrados y no se
atrevían a creer lo que veían sus ojos.
-Se han
quedado todos con la boca abierta -siguió diciendo el
soldado-. Envíenme pronto dos herreros y díganles que
traigan con ellos el yunque y los martillos.
Cuando
llegaron los herreros trayendo consigo el yunque y los
martillos de batir, les dijo el soldado:
-Descuelguen
esa alforja de la pared y den buenos golpes sobre ella.
Los herreros
se pusieron a descolgar la alforja y hablaron entre
ellos:
-¡Dios mío,
cuánto pesa! ¡Parece como si estuviera llena de diablos!
Y éstos
exclamaron desde dentro:
-Somos
nosotros, queridos amigos.
Colocaron el
yunque con la alforja encima y se pusieron a golpear
sobre ella con los martillos como si estuviesen batiendo
hierro. Los diablos, no pudiendo soportar el dolor,
llenos de espanto, gritaron con todas sus fuerzas:
-¡Gracia,
gracia, soldado! ¡Déjanos libres! ¡Nunca te olvidaremos
y ningún diablo entrará jamás en este palacio ni se
acercará a él en cien leguas a la redonda!
El soldado
ordenó a los herreros que cesasen de golpear, y apenas
desató la alforja los diablos echaron a correr sin
siquiera mirar atrás; en un abrir y cerrar de ojos
desaparecieron del palacio. Pero no todos tuvieron la
suerte de escapar: el soldado detuvo, como prisionero en
rehenes, a un diablo cojo que no pudo correr como los
demás.
Cuando
anunciaron al zar las hazañas del soldado, lo hizo venir
a su presencia, lo alabó mucho y lo dejó vivir en
palacio. Desde entonces el valiente soldado empezó a
gozar de la vida, porque todo lo tenía en abundancia:
los bolsillos rebosando dinero, el respeto y
consideración de toda la gente, que cuando se lo
encontraban le hacían reverencias respetuosas, y el
cariño de su zar.
Se puso tan
contento que quiso casarse. Buscó novia, celebraron la
boda y, para colmo de bienes, obtuvo de Dios la gracia
de tener un hijo al año de su matrimonio.
Poco tiempo
después se puso enfermo el niño y nadie lograba curarlo.
Cuantos médicos y curanderos lo visitaban no conseguían
ninguna mejoría. Entonces el soldado se acordó del
diablo cojo; trajo la alforja donde lo tenía encerrado y
le preguntó:
-¿Estás vivo,
Diablo?
-Sí, estoy
vivo. ¿Qué deseas, señor mío?
-Se ha puesto
enfermo mi hijo y no sé qué hacer con él. Quizá tú sepas
cómo curarlo.
-Sí sé. Pero
ante todo déjame salir de la alforja.
-¿Y si me
engañas y te escapas?
El diablo
cojo le juró que ni siquiera un momento había tenido esa
idea, y el soldado, desatando la alforja, puso en
libertad a su prisionero.
El diablo,
recobrando su libertad, sacó un vaso de su bolsillo, lo
llenó de agua de la fuente, lo colocó a la cabecera de
la cama donde estaba tendido el niño enfermo y dijo al
padre:
-Ven aquí,
amigo, mira el agua.
El soldado
miró el agua, y el diablo le preguntó:
-¿Qué ves?
-Veo la
Muerte.
-¿Dónde se
halla?
-A los pies
de mi hijo.
-Está bien.
Si está a los pies, quiere decir que el enfermo se
curará. Si hubiese estado a la cabecera, se hubiese
muerto sin remedio. Ahora toma el vaso y rocía al
enfermo.
El soldado
roció al niño con el agua, y al instante se le quitó la
enfermedad.
-Gracias
-dijo el soldado al diablo cojo, y le dejó libre,
guardando sólo el vaso.
Desde aquel
día se hizo curandero, dedicándose a curar a los
boyardos y a los generales. No se tomaba más trabajo que
el de mirar en el vaso, y en seguida podía decir con la
mayor seguridad cuál de los enfermos moriría y cuál
viviría.
Así
transcurrieron unos cuantos años, cuando un día se puso
enfermo el zar. Llamaron al soldado, y éste, llenando el
vaso con agua de la fuente, lo colocó a la cabecera del
lecho, miró el agua y vio con horror que la Muerte
estaba, como un centinela, sentada a la cabecera del
enfermo.
-¡Majestad!
-le dijo el soldado-. Nadie podrá devolverte la salud.
Sólo te quedan tres horas de vida.
Al oír estas
palabras el zar se encolerizó y gritó con rabia:
-¿Cómo? Tú
que has curado a mis boyardos y a mis generales, ¿no
quieres curarme a mí, que soy tu soberano? ¿Acaso soy yo
de peor casta o indigno de tu favor? Si no me curas daré
orden para que te ejecuten una hora después de mi
muerte.
El soldado se
encontró perplejo ante este problema y se puso a
suplicar a la Muerte, diciendo:
-Dale al zar
la vida y toma en cambio la mía, porque si de todos
modos he de perecer, prefiero morir por tu mano a ser
ejecutado por la del verdugo.
Miró otra vez
en el vaso y vio que la Muerte le hacía una señal de
aprobación y se colocaba a los pies del zar.
El soldado
roció al enfermo, y éste en seguida recobró la salud y
se levantó de la cama.
-Oye, Muerte
-dijo el soldado-, dame tres horas de plazo; necesito
volver a casa para despedirme de mi mujer y de mi hijo.
-Está bien
-contestó la Muerte.
El soldado se
fue a su casa, se acostó y se puso muy enfermo. La
Muerte no tardó en llegar y en colocarse a la cabecera
de su cama, diciéndole:
-Despídete
pronto de los tuyos, porque ya no te quedan más que tres
minutos de vida.
El soldado
extendió un brazo, descolgó de la pared la alforja, la
abrió y preguntó:
-¿Qué es
esto?
La Muerto le
contestó:
-Una alforja.
-Es verdad;
pues entra aquí.
Y la Muerte
en un instante se encontró metida en la alforja.
El soldado
sintió tan grande alivio que saltó de la cama, ató
fuertemente la alforja, se la colgó al hombro y se
encaminó a los espesos bosques de Briauskie. Llegó allí,
colgó la alforja en la cima de un álamo y se volvió
contento a su casa.
Desde
entonces ya no se moría la gente. Nacían y nacían, pero
ninguno se moría. Así transcurrieron muchos años, sin
que el soldado descolgase la alforja del álamo.
Una vez que
paseaba por la ciudad tropezó con una anciana tan vieja
y decrépita, que se caía al suelo a cada soplo del
viento.
-¡Dios de mi
alma, qué vieja eres! -exclamó el soldado-. ¡Ya es
tiempo de que te mueras!
-Sí, hijo mío
-le contestó la anciana-. Cuando hiciste prisionera a la
Muerte sólo me quedaba una hora de vida. Tengo gran
deseo de descansar; pero ¿cómo he de hacer? Sin la
muerte la tierra no me admite para que descanse en sus
profundidades. Dios te castigará por ello, pues son
muchos los seres humanos que están sufriendo como yo en
este mundo por tu causa.
El soldado se
quedó pensativo: «Se ve que es necesario libertar a la
Muerte aunque me mate a mí -pensó-. ¡Soy un gran
pecador!»
Se despidió
de los suyos y se dirigió a los bosques de Briauskie.
Llegó allí, se acercó al álamo y vio la alforja colgada
en lo alto del árbol, balanceada por el viento.
-Oye, Muerte,
¿estás viva? -preguntó el soldado.
La Muerte le
contestó con una voz apenas perceptible:
-Estoy viva,
amigo.
El soldado
descolgó la alforja, la desató y la abrió, dejando libre
a la Muerte, a la que suplicó que lo matase lo más
pronto posible para sufrir poco; pero la Muerte, sin
hacerle caso, echó a correr y en un instante
desapareció.
El soldado
volvió a su casa y siguió viviendo muchos años, gozando
de la mayor felicidad.
Todos creían
que ya no se moriría nunca; pero, según dicen, se ha
muerto hace poco.
|