Érase una princesa
que tenía un hijo y una hija; los dos eran sanos y guapísimos.
Un día vino a visitarla una vieja bruja, que se puso a alabar
a los niños, y al despedirse, dijo:
-Querida amiga mía:
he aquí un anillo; ponlo en el dedo de tu hijo, porque le
traerá suerte y siempre será rico y feliz; pero que tenga
cuidado de no perderlo y de no casarse más que con la joven a
la que el anillo se le ajuste exactamente.
La princesa
agradeció mucho el regalo, no sospechando la mala intención de
la bruja, y al llegar la hora de su muerte legó a su hijo el
anillo, obligándose a casarse con la joven a la cual éste se
le ajustase exactamente.
Así transcurrieron
unos cuantos años, y el príncipe cada día era más fuerte y
guapo. Al fin llegó a la edad de casarse; se puso en busca de
novia. Primero le gustó una, luego se enamoró de otra; pero a
ninguna le venía bien el anillo; o era demasiado grande o
demasiado pequeño.
Viajó de una ciudad
a otra, de un pueblo a otro de su reino e hizo ensayar el
anillo a todas las jóvenes; pero no logró encontrar a su
prometida y volvió a casa triste y pensativo.
-¿En qué estás
pensando, hermanito?¿Por qué estás tan triste? -le preguntó su
hermana.
Éste le contó su
desgracia.
-Pero ¿cómo es ese
anillo maravilloso que no hay joven a quien le sirva? -exclamó
la hermana-. Déjame ensayarlo.
Se lo puso, y le
entró tan justamente como si hubiese sido hecho de propósito
para su manita.
El príncipe,
viendo brillar el anillo en el dedo de su hermana, exclamó con
júbilo:
-¡Oh hermanita!
¡Tú eres mi prometida! Me casaré contigo.
-¿Has perdido el
juicio? ¿Quién sería capaz de casarse con su propia hermana?
Dios te castigaría.
Pero el príncipe
no hacía caso de estas palabras y, saltando de alegría, le
ordenó que se preparase para la boda.
La pobre joven
salió de la habitación llorando desconsoladamente, se sentó en
el umbral de la puerta y sus lágrimas corrieron en abundancia.
Pasaban por allí dos ancianos, y la joven los invitó a entrar
en palacio para darles de comer. Ellos le preguntaron la causa
de su desconsuelo y la joven les contó la desgracia que le
ocurría.
-No llores ni te
entristezcas, hijita -le dijeron los ancianos-. Ve a tu
habitación, haz cuatro muñecas, ponlas en los cuatro rincones
del cuarto, y cuando tu hermano te llame para que vayas con él
a la iglesia contéstale así: «Voy en seguida; pero no te
muevas.»
Los ancianos se
marcharon y el príncipe, poniéndose su traje de gala, llamó a
su hermana para que fuese con él a casarse. Ella le contestó:
-¡Voy en seguida,
hermanito! ¡Tengo que ponerme los zapatitos!
Y las muñecas,
sentadas en los cuatro rincones de la habitación, contestaron
a coro:
-¡Cucú, príncipe
Danilo! ¡Cucú, hermoso! El hermano quiere casarse con la
hermana. ¡Que se abra la tierra y se hunda la hermana!
La tierra empezó a
abrirse y la joven empezó a hundirse poco a poco. El príncipe
llamó por segunda vez:
-¡Hermana, vamos a
casarnos!
-¡En seguida,
hermanito! Estoy atándome la faja.
Las muñecas
cantaron otra vez:
-¡Cucú, príncipe
Danilo! ¡Cucú, hermoso! El hermano quiere casarse con la
hermana. ¡Que se abra la tierra y se hunda la hermana!
La joven seguía
hundiéndose y ya sólo se le veía la cabeza. El príncipe llamó
por tercera vez:
-¡Hermana, vamos a
casarnos!
-En seguida,
hermanito. Estoy poniéndome los pendientes.
Las muñecas
siguieron cantando hasta que la joven desapareció en las
profundidades de la tierra.
El príncipe llamó
aún con más insistencia; pero viendo que no le contestaban se
enfadó, dio un empujón a la puerta, que se abrió con
estrépito, y entrando en la habitación vio que su hermana
había desaparecido. En los cuatro rincones del cuarto estaban
sentadas las cuatro muñecas, que seguían cantando:
-¡Que se abra la
tierra y se hunda la hermana!
Entonces Danilo,
cogiendo un hacha, les cortó las cabezas y las echó al horno.
Entretanto, la
joven princesa se encontró en un país subterráneo; siguió un
camino, y después de andar un largo rato llegó frente a una
cabaña, puesta sobre patas de gallina, que giraba
continuamente.
-¡Cabaña,
cabañita! ¡Ponte con la espalda hacia el bosque y con la
entrada hacia mí! -exclamó la joven.
La cabaña se paró
y la puerta se abrió. En el interior estaba sentada una joven
hermosísima que bordaba, con oro y plata, unos dibujos
admirables en una preciosa toalla. Al ver a la inesperada
visitante la acogió cariñosamente y luego le dijo suspirando:
-¿Por qué has
venido aquí, corazoncito mío? Aquí vive la terrible bruja
Baba-Yaga, que tiene las piernas de madera; en este momento no
está en casa, pero cuando venga ¡pobre de ti!
La joven princesa
se asustó mucho al oír tales palabras; pero como no sabía
dónde ir, se sentaron las dos a bordar en la toalla, hablando
entre sí mientras trabajaban.
De repente oyeron
un tremendo ruido, y comprendiendo que era Baba-Yaga que
volvía a casa, la hermosa bordadora transformó a la joven
princesa en una aguja, la escondió en la escoba y puso ésta en
un rincón. Apenas había tenido tiempo de acabar estas
operaciones cuando la bruja apareció en la puerta.
-¡Qué asco!
-exclamó husmeando el aire-. ¡Aquí huele a carne humana!
-Nada de extraño
tiene, abuelita -le contestó la joven bordadora-. Hace poco
pasaron por aquí unos transeúntes y entraron a beber agua.
-¿Por qué no los
has invitado a quedarse aquí?
-Es que eran ya
viejos, abuela; no estaban para tus dientes.
-Bueno; pero en
adelante no te olvides de invitar a todos a entrar en casa y
no dejar que ninguno se marche -dijo Baba-Yaga, y se marchó al
bosque.
Las jóvenes se
volvieron a sentar a bordar en la toalla, charlando y riendo.
De pronto la bruja apareció otra vez, y fue tan rápida su
llegada, que la joven princesa apenas tuvo tiempo de
esconderse en la escoba. Baba-Yaga husmeó el aire de la cabaña
y exclamó:
-Me parece percibir
olor de carne humana.
-Sí, abuela. Han
entrado aquí unos ancianos para calentarse un ratito; les
supliqué que se quedasen más tiempo, pero no quisieron.
La bruja, que tenía
mucha hambre, se enfadó, regañó a la joven y se fue gruñendo.
La princesa salió de la escoba y ambas se pusieron a bordar la
toalla, y mientras trabajaban buscaban un medio de librarse de
la bruja, huyendo de la cabaña. No tuvieron tiempo de decidir
nada porque, de repente, Baba-Yaga apareció delante de ellas,
sorprendiéndolas de improviso.
-¡Qué asco! Huele a
carne humana -exclamó furiosa.
-Pues, abuelita,
aquí te están esperando.
La joven princesa
levantó los ojos, y al ver a la espantosa Baba-Yaga, con sus
piernas de madera y su nariz que más bien parecía una trompa,
se quedó como petrificada.
-¿Por qué no
trabajan? -gritó a las jóvenes, y les ordenó traer leña y
encender el horno.
Ellas trajeron leña
de roble y de arce y encendieron el horno, que pronto estuvo
ardiendo.
Entonces la bruja,
cogiendo una gran pala, dijo a la joven princesa.
-Siéntate, hermosa,
en la pala.
La joven se sentó y
la bruja intentó meterla en el horno; pero la princesa puso un
pie en la boca y el otro en la estufa.
-¿Cómo es eso,
joven? ¿No sabes cómo debes estar sentada? ¡Siéntate como es
menester!
La princesa se
sentó bien, y la bruja quiso meterla en el horno; pero ella
volvió a poner un pie en la boca y el otro en la estufa. La
bruja se enfadó, la hizo bajar de la pala, gritándole:
-¿Estás
divirtiéndote, hermosa? Hay que estarse quieta; mira cómo me
siento yo.
Se sentó en la
paleta, estrechó sus piernas, y las jóvenes, cogiendo la pala,
la metieron rápidamente en el horno, cerraron la puerta
atrancándola con unos troncos, taparon bien todas las
junturas, y hecho esto huyeron de la maldita cabaña,
llevándose consigo la toalla bordada, un cepillo y un peine.
Corrieron,
corrieron; pero cuando miraron atrás vieron que la bruja las
perseguía silbando:
-¡Hola!¡Ahora no se
escaparán!
Tiraron el cepillo
y creció un juncal tan espesísimo que ni a una culebra le
hubiese sido posible atravesarlo. La bruja, sin embargo, cavó
con sus uñas, hizo una veredita y echó a correr tras las
fugitivas.
¿Dónde esconderse?
Tiraron el peine y creció un bosque frondoso y espesísimo; ni
siquiera una mosca hubiera podido atravesarlo. La bruja afiló
sus dientes y se puso a arrancar de la tierra los árboles con
sus raíces, lanzándolos por todas partes; pronto se abrió un
camino y continuó la persecución.
Ya estaba cerca,
muy cerca; a las pobres muchachas, de tanto correr, les
faltaba el aliento. Entonces tiraron la toalla bordada de oro
y se formó un mar de fuego ancho y profundo. La bruja subió
por el aire intentando volar por encima; pero cayó en el fuego
y pereció.
Las dos jóvenes,
viéndose fuera de peligro, como estaban cansadas, se sentaron
en un jardín. Éste pertenecía al príncipe Danilo. Un servidor
del príncipe las vio y anunció a su señor que en su jardín
había dos jóvenes de belleza incomparable.
-Una de ellas -le
dijo- debe ser tu hermana; pero son tan parecidas que es
imposible saber cuál de las dos es.
El príncipe las
invitó a entrar en su palacio, y en seguida comprendió que una
de las dos era su hermana; pero ¿cómo saber cuál de las dos si
ella misma no lo decía?
-Escúchame -dijo el
servidor al príncipe-. Coge la vejiga de un cordero, llénala
de sangre y átatela debajo del brazo; yo, fingiendo ser un
malhechor, simularé que te doy una puñalada. Cuando tu hermana
te vea derramando sangre, en seguida se dará a conocer. Danilo
aceptó este recurso y así lo hicieron.
Cuando el criado
dio una puñalada al príncipe y éste cayó al suelo bañado en
sangre, la hermana se lanzó sobre él para socorrerlo, llorando
y exclamando:
-¡Oh, hermano mío
querido!
Danilo se puso en
pie, abrazó a su hermana y el mismo día la casó con un noble
honrado y bueno; luego probó el anillo a la amiguita de su
hermana, y viendo que le servía perfectamente, se casó con
ella y todos vivieron felices y contentos. |