Nací en un pequeño departamento del barrio de
Congreso, en Buenos Aires, en una época en que no existía la televisión,
pero sí la radio. Además fui (y sigo siendo) hija única. A mi mamá le
gustaba mucho la música y siempre cantaba viejos romances españoles muy
trágicos, heredados de mi abuela, mientras repasaba los muebles o hacía
la comida. Mi papá era marino mercante y siempre andaba viajando por
lugares que a mí me parecían extrañísimos, pero fascinantes. Además,
había una pequeña biblioteca al lado de la cama, convertible en sillón,
en la que yo dormía. Cuento esto porque sospecho que allí empezó todo.
Hija única, en un departamento chiquito de dos ambientes, me aburría
como un hongo boletus y supongo que a veces me ponía medio hincha. Más
tarde odié el colegio, pero me entretenía muchísimo hojeando el Billiken
y el Pato Donald. Mientras tanto, escuchaba cada tarde por radio las
aventuras de Tarzán y de Sandokán. No recuerdo el momento en que me
convertí en una lectora voraz, pero me imagino que fue cuando entendí
que los libros podían transformar las cuatro paredes del living y mi
enorme aburrimiento en una aventura de horizontes interminables. Y leí,
leí y leí. Salgari, Verne, Dumas, Alcott, y todo lo que se me ponía al
alcance. Ya la suerte estaba echada. Seguí leyendo lo que viniera y
supongo que mis padres alimentaron esa angurria para verme tranquila,
sentada y entretenida. Y, ¿qué iba a hacer cuando terminé el secundario?
Por supuesto que estudiar Letras. Confieso que allí se me estropeó un
poco el placer por la lectura. Me pasé cinco años aprendiendo las
diferencias entre la edición del Quijote de Cervantes y la edición
apócrifa de Avellaneda. Emergí con el flamante título de profesora bajo
el brazo, di clases en secundarios para adultos (bellísima experiencia),
me gané la vida como redactora publicitaria y finalmente desembarqué en
una editorial de libros de texto. Allí aprendí el oficio de editar hasta
que me cansé. Entonces, me convertí en editora de libros infantiles.
Pero solamente cuando empecé a escribir, volvieron a mí las antiguas y
entrañables historias de piratas, viajeros y navegantes, las canciones
trágicas del romancero que cantaba mi mamá y y las hazañas de Sandokán.
Ahora trabajo en sitios de literatura infantil en Internet (que es otra
forma de navegar), escribo cuando tengo ganas y me doy el gusto de
inventar mundos mejores para ¿tal vez? seguir ampliando las paredes de
mi casa y de la imaginación.
Graciela Pérez Aguilar
Texto escrito por la autora para "7
Calderos Mágicos"
Noviembre 2005
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