Soy María Cristina Alonso,
pero todos me dicen Cris, y a mí me gusta. Nací en Bragado, una pequeña
ciudad de la provincia de Buenos Aires. Mi papá decía que los Alonso estamos
en este pueblo casi desde su fundación.
Tengo algunos antepasados que me
miran de reojo: Carpio Caro, un famoso gaucho de estos lares que era amigo
de los indios y conocía la pampa de memoria; unas tías abuelas -de esas
enfundadas en vestidos negros, con sombreros con plumas y guantes de tul que
leían novelones románticos- fundadoras de escuelas; una abuela inmigrante
que, a los ochenta años, todavía buscaba en el mapa de sus recuerdos la
aldea española en la que había nacido; y un abuelo carpintero que me contaba
historias de los tiempos bravos en los que los hombres andaban con
revólveres a la cintura.
Mi papá era dibujante de planos y
constructor de casas. Le encantaba contar historias de los antepasados y
creo que él me enseñó el arte de narrar. Mi mamá era modista, hacía magias
con telas multicolores en su máquina Singer mientras escuchaba la radio que
también llenó de fantasías mi infancia.
Cuando era chica soñaba con irme
del pueblo pero, por muchas razones, aunque fui y volví, me quedé a vivir en
él. A veces me pregunto si hubiese escrito las mismas cosas de haber nacido
en Venecia (ciudad que amé desde antes de conocerla) o en Nairobi, o en
Lodz. Y creo que no, porque aunque suelo pelear con la idea de irme, el
pueblo se me metió en todas las novelas que escribo. Ahora, que soy una
persona grande, lo admito con humildad: el pueblo me ganó uno a cero y
acepto la derrota dignamente. En Bragado nació mi hijo Manuel y mis hijos
literarios: todas mis novelas y cuentos.
Vivo en una casa antigua que tiene
más de un siglo y donde vivieron tres generaciones. Cuando era chica, sentía
que todos sus rincones estaban llenos de historias. Y en ella me entregué a
la lectura con pasión. En la biblioteca había cosas fascinantes: El
tesoro de la juventud, en una edición maravillosa de principios de
siglo, con sus fotos de tribus africanas, niñas inglesas jugando al croquet
y cuentos de hadas, duendes y barones (con b larga) que volaban montados en
caballos fantásticos. Fue mi hermana la que me dio los primeros libros, y a
ella le estoy agradecida por la felicidad de tantas páginas. También estaba
la colección del diario La Nación, de 1909, allí conocí a Dostoiewsky, a
Dickens, a Cervantes, a Conan Doyle, al inefable Sarmiento.
Después seguí leyendo y, a veces,
pierdo trenes, llego tarde a la escuela o me olvido de las cosas serias de
la vida por terminar una novela que me ha tenido atada desde la primera
página.
Tengo dos vidas: una pública y otra
secreta. En la vida pública soy profesora de Literatura, y predico mi amor
por los libros. Eso también me obliga a timbres, planificaciones y
burocracias. En la vida secreta escribo en todos los huecos libres que el
trabajo me deja. Allí me pasa de todo: ando por callejones peligrosos, me
enfrento a aventuras en noches de lluvia, soy exploradora en el siglo XIX,
detective aficionado, pionera, cantante de boleros, lustrabotas o amiga de
Stevenson. Voy y vuelvo en el tiempo y, a veces, me quedaría a vivir dentro
de mis novelas.
Estudié la carrera de Letras en la
Universidad de La Plata, pero mis verdaderos maestros fueron tipos como
Chandler, Soriano, Flaubert, Hemigway, Chejov, Cortázar o Borges.
La primera novela que publiqué fue Tías de infancia, casi autobiográfica, en la que puse
todos mis fantasmas de la niñez. Más tarde gané el concurso de Colihue con
una novela para jóvenes, Aventuras en borrador, en la que di rienda
suelta a mis sueños de andar por el mundo descubriendo territorios
inexplorados. Después publiqué artículos sobre mis lecturas en Tierra
de lectores.
En honor a mis abuelos inmigrantes
escribí cuentos para chicos que fueron reunidos en Historias de
inmigrantes. Con Último foco despunté el vicio del
género policial. Mi amor por Stevenson se plasmó en Samoa,
novela con la que fui finalista del premio Clarín 2004.
Tengo un hijo adolescente que es
mago. Me gustan las muñecas, las carteras raras, las cajitas de lata y los
viajes.
Y ahora dejo de hablar de mí porque
tengo que seguir con una historia de dos tipos que andan subidos en un auto
que tiene forma de ballena y me llaman. |