A
Claudia no le gustaba levantarse por las mañanas y pensar que tenía
que ir al colegio. Casi siempre apuraba hasta el último minuto en
casa, peinándose perezosamente o alargando hasta el infinito las
últimas gotas del vaso de leche del desayuno. Al final su madre le
estiraba del brazo apremiándole a correr.
–Tienes
ya ocho años – le gritaba –. No puedes continuar comportándote como
una niña pequeña.
Después
tenían que correr durante todo el camino sin poder decir una
palabra. En la entrada del colegio estaba la parada de autobús en el
que la veía alejarse para ir al trabajo. Se quedaba sola delante de
la enorme puerta, con barrotes de hierro. La empujaba con mano
temblorosa y atravesaba el patio que daba paso al edificio gris y
siniestro con paredes repletas de ventanas haciendo hileras. Un
cosquilleo nervioso se instalaba en su barriga.
Estaba
harta de soportar las bromas pesadas de sus compañeros, los malos
humores de la niña que se sentaba en su mismo pupitre y la miraba
con cara de suficiencia, propinándole patadas por debajo de la mesa;
emborronándole los ejercicios y acusándola de oler mal, haciendo que
todos se alejaran de ella. Había intentado decírselo a algún
profesor pero Maria, aquella niña, era una alumna ejemplar. Delante
de los adultos usaba sus mejores armas de seducción regalándoles
dulces sonrisas. Por eso nunca hacían caso de las quejas de Claudia
a la que ya comenzaban a ver como una niña rara.
– Peleas
de niños sin importancia – acababan diciendo los profesores.
–
Claudia has de ser mas comunicativa, tus profesores dicen que te
aíslas – decían sus padres que nunca tenían tiempo de nada, ni
siquiera de escucharla.
Miraba a
sus compañeros correr por el patio alegres y se preguntaba porqué
ella no podía hacerlo; al acercarse para jugar comenzaban las burlas
y las miradas insidiosas.
Claudia
se fue convirtiendo en una niña triste y pálida sin que nadie
hiciera nada por evitarlo.
Un día
el profesor de lengua se puso enfermo y tuvieron que llamar a otra
persona para que ocupara su puesto. La nueva profesora era una mujer
afable, aunque un poquito desfasada en su forma de vestir y peinar.
Tenía un aire como de pertenecer a otra época y sonreía ampliamente,
mientras decía su nombre. Les miró con curiosidad a través de unas
gafitas redondas y graciosas que caían de vez en cuando sobre su
nariz, cuando preguntaba el suyo a los alumnos. Los niños
contestaron con orden, pero cuando le tocó el turno a Claudia se
escucharon voces desde el fondo de la clase poniéndole apodos; ella
bajó los ojos deseando que el tiempo pasara deprisa para volver a
casa lo antes posible y alejarse de allí.
La
maestra a pesar de todo no perdió su buen humor y pareció ignorar
aquel hecho.
– Bien
chicos les dijo hoy es mi primer día de clase y haremos algo
diferente, os voy a contar un cuento, para que así todos nos
relajemos un poco y nos conozcamos mejor.
Se
dirigió hacia un bolso un poco gastado, de color negro, que había
traído consigo, y sacó un libro con los lomos de las cubiertas
raídas de tanto uso y de apariencia antigua. Algunos niños se rieron
de su aspecto, resistiéndose a escucharla. Pero la maestra con ese
semblante despistado, aunque dulcemente mágico consiguió
conducirles hacia un mundo de ingenio y fantasía:
“En las
tierras lejanas de Ceres – comenzó la mujer, mirando por el rabillo
del ojo a Claudia, que continuaba con la cabeza gacha – habitaban
tres hermanas que compartían una bonita cabaña de madera rodeada de
tilos, enebros e infinidad de plantas aromáticas y medicinales.
Panacea los utilizaba en sus pócimas y ungüentos para tratar de
paliar las enfermedades de la tierra de los hombres. En uno de los
aposentos guardaba numerosas fórmulas secretas, frascos de
procedencia desconocida y perolas de todos los tamaños, en las que
preparaba sus brebajes. “
Poco a poco los niños abandonaban su reticencia, algunos apoyaron la
cabeza en el brazo abstraídos, otros se ponían muy derechos para
escuchar mejor. Claudia levantó los ojos con el semblante triste.
“Cuando
las brumas grises del anochecer se extendían sobre los bosques y las
ramas de los árboles se tornaban tenebrosas, Danna alumbraba las
largas noches de invierno a los viajeros perdidos en la tierra de
los hombres y les ayudaba a reencontrar su camino, guareciéndoles de
bestias salvajes y malos destinos.
Eos era la más joven. Al amanecer extendía su sonrisa sobre los
prados de Ceres cubriéndolos de verdor y disolviendo las sombras. Se
vestía con una túnica blanca que resplandecía y se paseaba por todos
los rincones del bosque ofreciendo fruta recién cogida a todos los
seres que habitaban aquellos parajes. Al regresar a casa encontraba
a Panacea enfrascada en sus fórmulas, haciendo complicadas mezclas
que rebasaban los calderos.
– Panacea, cada vez te pareces mas a una bruja – le dijo en tono
jocoso – estás escondida detrás de esas ollas, apenas se te ve la
cara...
– Tengo un trabajo muy importante que hacer – le espetó – yo
no tengo tiempo de estar por ahí paseando por el bosque, perdiendo
el tiempo con cierto joven que me susurre palabras dulces. La
humanidad se muere pequeña Eos y hay mucho que hacer.
– Reconoce – contestó Danna que acababa de entrar en la habitación
y lo había escuchado todo – que no puedes dejar de preparar esos
brebajes porque te encanta indagar sobre las cosas extrañas.
– Yo solo quiero descubrir un gran secreto...contestó Panacea sin
apartar los ojos de su último experimento, añadiendo algún brebaje
dentro de una recipiente que comenzaba a rebasar y despedía un
humillo denso y azulado – necesito descubrir la gran conexión
con el mundo de los hombres.
–
¡Panacea! – Exclamó Danna sobresaltada – te prohíbo que continúes
con esta clase de pruebas. Eos tiene razón cada vez te pareces mas a
una bruja.
Panacea alzó los ojos tras unas pequeñas gafas redondas empañadas
del vapor que desprendía su pócima.
– He visto a través del cristal del mundo un lugar gris y sin
esperanza al que quiero cambiarle el color – farfulló mientras
miraba sus brebajes con ansiedad.
– Y yo
solo quiero que te olvides de cosas imposibles y peligrosas y que
entres en razón – gritó Danna acalorada ante la obstinación de
Panacea –. Eso solo nos puede traer infinidad de problemas, no nos
podemos inmiscuir en lo que no nos corresponde.
Eos se escondió rápidamente tras una estantería presintiendo una
acalorada discusión entre sus dos hermanas mayores. Estaba
acostumbrada a sus continuas peleas pero no por ello dejaban de
gustarle. Si se ponían a lanzarse conjuros para que sus palabras
tuvieran más fuerza que la de su oponente, toda la casa acabaría
patas arriba y los calderos y probetas derramados por el suelo. Era
un fastidio que las dos quisieran tener razón en todo. Ella en
cambio, se conformaba con serles de ayuda y traerles alegría y
dulzura cuando notaba que alguna tenía una preocupación. Pero en los
momentos álgidos... era mejor esconderse donde primero pillara.
De repente algo extraño sucedió; una gran explosión de luz se
apoderó de la casa y Eos notó que las paredes y el techo se
borraban, que todo se convertía en un prisma de colores y tuvo que
cerrar los ojos para que la luz no la dejara ciega. Escuchó los
gritos de Panacea y Danna que la llamaban pero el mundo se perdió de
su vista.
En el rinconcito del bosque, calderos, pucheros y vasijas estaban
esparcidos por el suelo y las paredes aparecían negras a causa de la
explosión. Panacea y Danna dieron vueltas por la habitación
desconcertadas
– Panacea ¿Qué ha ocurrido?
– No sé… el viejo Druida del bosque me avisó que algo funcionaba mal
en el mundo de los hombres, me pidió que creara un remedio para
ellos, puesto que sus vidas comenzaban y acababan en la más gris de
las existencias. Fue entonces cuando me interrumpisteis y calculé
mal el extracto de giordaria que debía poner…
Danna abrió la boca embobada por la explicación que le daba Panacea
y recapacitó un instante antes de darse cuenta que algo faltaba.
– ¿Dónde está Eos?
Las dos miraron a su alrededor y rebuscaron por toda la casa
buscando a su hermana pequeña, no era posible que hubiese
desaparecido por arte de magia. Tenía que estar allí con ellas.
Pero una
fuerza terrible había lanzado a Eos sobre la tierra de los hombres.
En el
horno de un viejo poblado, donde las mujeres llevaban sus masas de
pan para cocer, sus magdalenas y sus bizcochos, la joven apareció
desvanecida sobre un saco de harina. Los pómulos estaban blancos a
causa de la palidez y de la harina, que estaba esparcida por toda la
ropa y el suelo. Las miradas perplejas de los que allí se
encontraban se clavaban en ella sin dar crédito a lo que estaban
viendo.
– ¡Ahora
que había tanto trabajo! – exclamó el hombre con vehemencia
levantándole la cabeza, mientras las clientas miraban curiosas a la
muchacha recostada en el frió empedrado – ¿No serás una ladrona? ¿Y
querías robar el pan o algún bizcocho en un descuido?
No acertaba a saber donde estaba, solo veía aquellas caras con
mirada acusadora encima de ella.
– No ve, que está mareada -le dijo una de las mujeres con fastidio-
seguramente es una pobre hambrienta.
-Entonces le daré de comer, pero tendrá que venir otro día
a trabajar para resarcirme del desastre que ha hecho en mi
establecimiento. Toda la harina que hay en el suelo ya no la podré
aprovechar.
Eos se puso en pie algo mas recuperada, y explicó que se había
perdido y no recordaba nada anterior a su caída en la panadería. Una
de las mujeres la llevó hasta una posada próxima y consiguió que le
dieran una habitación. La posadera era rechoncha, de no muy buenos
modales, pero se tranquilizó al saber que la joven iba a trabajar en
la panadería y le podría pagar por el alojamiento. Le reprochó que
le estuviera ensuciando la entrada con la harina que se desprendía
de su ropa y después la condujo a la habitación. Cuando estuvo sola
se sentó en una mecedora que había junto a la ventana, y solo tuvo
ganas de mirar el cielo con ojos alicaídos, no recordaba nada de su
vida anterior, pero se sentía triste, tan triste como los viajeros
perdidos en las oscuras noches de invierno.
Eos se
había contagiado de la desesperanza de los hombres, acudía a su
trabajo en la panadería con resignación, cargando pesados sacos de
harina y curtiendo sus delicadas manos entre los hornos y sus altas
temperaturas. Después llegaba cansada a la posada y se sentaba
delante de la ventana añorando, no sabía el que.
Los días
en Ceres se volvieron grises; el amanecer era lúgubre y un muchacho
aguardaba cerca del cauce del río a que llegara de nuevo el alba con
su rostro sonriente y su voz dulce ofreciéndole fruta recién cogida.
Pero los días pasaban cargados de la desesperanza y la tristeza de
Eos.
Panacea y Danna estaban desconsoladas observando a su hermana
pequeña a través del cristal del mundo como iba combatiendo días sin
sentido, con los ojos rotos por el llanto.
Pidieron ayuda a los druidas del bosque y todos unieron sus fuerzas
para poder regalarle bellas puestas de sol. Pero nada parecía
suficiente, los colores violáceos del horizonte le deslumbraban la
cara cuando cansada y sin esperanza se sentaba delante de la
ventana.
Panacea
y Danna decidieron emprender un largo viaje en busca del mundo donde
habitaban las musas. Cuando estuvieron ante ellas les explicaron su
pesar. Clío la de la voz bella se apiadó de las tres hadas y decidió
ayudarles.
Susurró
palabras al oído durante las noches de vigilia a la triste Eos hasta
convencerla de que escribiera sus pesares y se liberase de ellos.
Eos se
levantó en una de aquellas noches y sintió deseos de escribir sobre
lo que le apenaba.
Tengo añoranza de caminar por campos verdes de hierba.
Esperando encontrar un lugar donde se escuche el arrullo del río.
Tengo añoranza de repartir tenues rayos sobre la tierra que
ilumine las mañanas de los desdichados...
Eos
había conseguido encontrar la única conexión posible entre los
humanos y el mundo de Ceres, se había encontrado a si misma en
aquel mundo de incertidumbre. Una lluvia de estrellas la envolvió y
de repente se vio en su cabaña rodeada de sus hermanas, que
corrieron a abrazarle con gran dicha.
La
muchacha comprendió todo lo que le había pasado y supo que al
dejarse vencer había aumentado el tiempo de estar separada de su
verdadero hogar. “Los niños miraban a la profesora absortos, habían
estado tan concentrados que el tiempo les pasó deprisa; no se habían
dado cuenta de que era la hora de salir. En aquel momento todos
parecían iguales, incluso Claudia había olvidado sus problemas y se
mostraba como una niña feliz.
La
profesora nunca mas volvió por aquel colegio, pero los días se
fueron convirtiendo en mas llevaderos porque como Eos, también
Claudia comenzó a escribir lo que le apenaba, teniendo la ilusión de
que tal vez una musa le susurrara al oído. Después descubrió que
había otros niños que como ella se sentían solos, y decidió
acercarse a ellos para jugar. No pasó mucho tiempo hasta sus risas y
sus voces se sintieran en el patio del colegio compartiendo los
juegos, sin importarles lo que pensaran los demás.
Pasaron largos años y Claudia no dejó nunca de escribir, había
escrito numerosos cuentos de hadas y criaturas mágicas para
acompañar las tardes tediosas de los niños que se sintieron solos
alguna vez.
En la presentación de su nuevo libro – La Pequeña Hada – le pareció
ver entre el gentío a una mujer con ropa y peinado desfasado, como
si fuera de otra época, un bolso algo raído, y una sonrisa que a
pesar de haber envejecido seguía teniendo la misma calidez.
Quiso caminar hasta ella apresuradamente, pero la gente que le
quería saludar se lo impedía, abrazándole y pidiéndole que le
firmase la obra. Al final pudo llegar.
– Usted no se acordará de mí – le dijo – Sólo le quería decir que
una vez me contó un cuento que cambió mi vida.
La vieja profesora sonrió pero antes de que le pudiera contestar,
otras personas reclamaron a Claudia y la apartaron de ella.
La profesora la vio alejarse rodeada de toda aquella gente, a través
de los pequeños y redondos cristales de sus gafas, y dijo en voz
baja:
–Ya lo
sé pequeña Eos, ya lo sé...
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