Había tenido una vida fácil porque sus ambiciones y
sus gustos no llegaban a sobrepasar exageradamente sus
posibilidades. Ganaba un sueldo mediano en una compañía exportadora
y su mujer otro mucho más modesto en una escuela del Estado. Con eso
vivían, iban al cine, compraban sus ropas a crédito y, cada dos
años, veraneaban quince días en Mar del Plata. Con eso y algo más:
la Ley de Alquileres. Porque la relativa holganza de sus vidas la
debían a una buena salud de la pareja (¡los remedios salen una
fortuna!) y al risible alquiler que pagaban por el departamento.
Aquella ley les había caído del cielo al poco tiempo
de casarse. En aquel entonces, él aún tenía esperanzas de progresar
económicamente y con un poco de audacia y mucha fatuidad resolvió
alquilar un departamento que hasta resultó demasiado lujoso para una
pareja de recién casados.
Al poco tiempo, algunas contrariedades en la oficina
y el aumento del costo de vida lo hicieron arrepentirse de su
optimismo. Pensó en mudarse a una vivienda más modesta. Pero la
aparición de la ley y la obligada rebaja que ésta impuso, cambiaron
el panorama.
Luego, los años continuaron favoreciéndole. Al cabo
de una década, su departamento parecía lujoso y la suma que pagaban
por su alquiler, una cosa ridícula.
Él gozaba con esta situación. Es más, era el único
goce auténtico que tenía, porque en los otros aspectos de su vida la
suerte no lo había ayudado. Había perdido el pelo prematuramente y
su mujer, a raíz de ciertas fallas glandulares, engordó
desproporcionadamente.
Los negocios, por otra parte, no habían adelantado en
ningún sentido. Pero en cambio, las dificultades de la época, el
transporte, la carestía, el clima político, acabaron con los simples
placeres de la pareja y convirtieron su existencia en una serie de
horas tristes y monótonas.
Pero estaba la Ley de Alquileres. Y ésa era su
revancha.
Le gustaba invitar amigos a su casa. Tenía espacio de
sobra. Podían jugar al póquer en el living mientras las mujeres
chismorreaban en el “cuarto de vestir” (un segundo dormitorio
destinado al hijo que nunca llegó). Y podían seguir jugando mientras
las mujeres ponían la mesa porque el living era enorme, tan enorme
que los amigos siempre repetían una misma pregunta asombrada:
—Pero, ¿cuánto pagás por todo esto?
Y entonces, con una satisfacción casi sexual, él
respondía:
—¡Caéte! ¡Cien pesos!
Las exclamaciones admiradas de sus invitados le
sonaban como aplausos. Se revolvía en su asiento, guiñaba los ojos y
sacudía la cabeza sobradoramente.
Es que la Ley de Alquileres era ya una cosa suya y en
cierta forma la sentía obra personal, como un triunfo logrado por su
esfuerzo y su talento.
Horas después recordaba la escena con su mujer.
—¿Notaste la cara que puso Fulano?
—¿Y su mujer?
Reían como locos. Pero, luego, piadosamente,
agregaban:
—¡Qué envidia, los pobres!
—Y bueno, che... ¡Qué vas a hacer!
Ya en la cama, en el silencio grave del departamento,
el hombre reía una vez más para sí.
—¡Basta, che! —decía su mujer. Y a su vez, se echaba
a reír.
Se dormían felices. Y él roncaba silbando.
La caída de Perón lo sorprendió agradablemente. Pocos
días antes, en la oficina, le habían confiado una comisión
extraordinaria y con tal motivo había tenido un entredicho con el
delegado del sindicato. Los sucesos le ofrecían un desquite
mezquino, de modo que fue de los primeros en abandonar el escritorio
para salir a la calle gritando:
—¡Libertad, libertad!
Ya en su casa, tomando un vino de marca al que no
estaba habituado, comentaba con su mujer las novedades y terminaba
con aquellas palabras tan oídas:
—Ahora vas a ver. Me las van a pagar.
No se refería concretamente a tal o cual persona.
Pero su obtuso cerebro adivinaba la formación de un clima de
venganza, donde todos sus pequeños odios y frustraciones iban a
tener una suerte de satisfacción. Por un tiempo se olvidó de la Ley
de Alquileres. Los comentarios cotidianos y la exaltación de las
crónicas periodísticas le dieron tema para muchos pensamientos. A
veces, con una exageración que antes no tenía, hablaba de “fusilar a
los traidores” y otras de limpiar al país de “tanto negro”. Y
todavía le duraba la euforia cuando un día, al abrir el diario de la
tarde, se enteró de que estaban por modificar la Ley de Alquileres.
El golpe fue brutal. Un palo en la cabeza. Casi se
descompuso en el subterráneo. La noticia le revolvió las tripas. Y
toda su nueva personalidad de ciudadano democrático y defensor de
libertades se vino al suelo estrepitosamente.
Cuando llegó a su casa, temblaba. Su mujer se asustó
y lo llevó a la cama. Él la dejó hacer, pero cuando estuvo entre las
sábanas, tuvo un ataque de rabia y a patadas apartó las cobijas y se
puso a gritar.
Recién al rato, entre lágrimas de su mujer, consiguió
hablar coordinadamente y explicar lo que sucedía.
—¡Nos revienta! ¿Comprendés? —gritó después de darle
a leer el diario—. ¡El dueño se vengará de nosotros! ¡Nos echarán a
la calle! Y...
La furia le impidió continuar. Cayó en la cama y se
puso a llorar.
La mujer lo atendió como pudo. Le dio una aspirina y
corrió a prepararle un tesito de tilo. Y ya en la cocina, mientras
esperaba que hirviera el agua, se dijo, con mucho tino, que los
hechos no eran tan graves. No podía ser semejante cosa. Si los
temores de su marido se cumplían, medio país iba a quedar sin
vivienda. No podía ser...
Y repitiéndose estos conceptos llevó el té a su
marido. Y pretendió hacerlo entrar en razón.
Entonces fue la locura.
El hombre le tiró el té por la cabeza y gritó como un
energúmeno.
—¡Pero pedazo de idiota! ¿No comprendés? ¡Es la
venganza de la oligarquía! ¡Es el golpe mortal a los trabajadores!
¡Es la miseria! Es...
Siguió gritando. Y sin darse cuenta hizo la más
grotesca y exaltada defensa del acabado régimen peronista.
A partir de ese día la vida del hombre sufrió una
total transformación. Ya no fue un ciudadano democrático, ni un
revanchista, ni nada. Fue un pobre infeliz, una rata aterrorizada
que cada tanto chillaba histéricamente defendiendo actitudes
incomprensibles y pontificando sobre la vida del pueblo. Porque
odiaba a los “libertadores” pero los temía. Y en cuanto al
peronismo, adivinaba que había terminado como etapa histórica y que
era al “cuete” añorar el tiempo ido.
La angustia desvió su vida por caminos inusitados.
Primero lo apartó de los amigos, en los que creyó adivinar un goce
por su desgracia. Después lo enfermó del hígado. Y por último, como
una consecuencia de la mala salud y soledad, le dio por las
preocupaciones sociales.
Su único confidente era su mujer, pero como ella no
lo seguía en sus razonamientos era común que pelearan.
—¡Sos una bestia! ¡No entendés! —le gritaba.
Y cuando ella aceptaba el hecho llorando, él
proseguía:
—El país vive la crisis más grande de su historia...
Pero el pueblo se levantará defendiendo sus conquistas... Y llegará
el día en que el gobierno sea nuestro... Y... Y...
Y siempre terminaba con la afirmación rotunda de que
“nadie iba a echarlo de su casa”. Hablaba de tiros y de horcas y por
fin bebía abundantemente el vino que le servía su mujer con tal de
apagar su desesperación.
Pero fue mas lejos: llegó hasta conversar con un
comunista y de las claras y tranquilas explicaciones que le dieron,
sacó en conclusión que el departamento era suyo y que nadie tenía
derecho a sacárselo. Pero se le quedaron pegadas algunas frases del
camarada y las repitió intuyendo que “ayudaban a su causa”.
Y entonces, por primera vez habló del monstruoso
problema de las villas miserias, de la situación de la clase obrera,
del drama de la juventud. Y se pareció a esos apóstoles podridos de
madera tallada, que ilustran las capillas coloniales del Paraguay.
Se convirtió en un asco. Un recipiente que contenía
lo más inmundo de un egoísta.
Compró diarios opositores. Leyó las leyes que
voceaban en Florida. Husmeó buscando una salida. Hizo de todo:
mintió, simuló, rogó. Y rompió lo único bueno que había tenido en su
vida: la amistad de su mujer.
En el empleo, lo dejaban vivir.
Y los porteños, generosos como son, le perdonaban sus
extravíos.
Termino esta historia y aún no se conoce la
reglamentación de la Nueva Ley de Alquileres. No sé qué va a pasar
con nuestro personaje y su lujoso departamento. ¡Pero de cualquier
modo, si lo echan que reviente!
Enrique Wernicke |