LOS FERNÁNDEZ

 En este último y reciente viaje,  todos me conocieron como Ramiro Fernández.  Pasé buena parte del tiempo en compañía de dos encantadoras personas, con quienes compartimos la singular pasión de un jardín. Pero como la dicha es breve , la experiencia fue interrumpida insólitamente : pocas veces salía de la casa : el cuidado de las flores concitaba toda mi atención porque no quería conceder espacio alguno a los recuerdos; sin embargo, un día en que rompí involuntariamente mi esquema, un camión de carga me atropelló y fui a parar al Hospital Maciel.

Mi prójimo más próximo estaba tan maltrecho como yo: lo habían herido en la puerta de su local de trabajo; era bajo, delgado, de tez mate como la mía. Durante las dos semanas de estadía en el piso compartimos todo, como hermanos. Quizás nos sugestionó el hecho de que teníamos el mismo apellido: él se llamaba Raúl, Raúl Fernández.

Mucho me impresionó que, pasadas las siete de la tarde del 14 de junio, los dos estuviéramos en el mismo sitio: en la morgue del Hospital. De allí nos retiró un coche del Municipio; mi situación económica no me permitía un ritual más ostentoso.

Al llegar a una sala espaciosa pero lúgubre, guardaron nuestros cuerpos en unas cajas rústicas; en sus laterales, escribieron nuestros nombres completos con tiza blanca. Sobre las cabeceras, colocaron una extraña figura en forma de águila. Desde un tubo de luz violácea, como la que se enciende para espantar mosquitos,  parecía caer una manta raída. La noche se fue haciendo helada. Me sentí bien cuando mis patrones y algunos familiares llegaron; no pude consolarlos, no pude comunicarles que me encontraba sereno.

A la mañana siguiente, después de traspasar en silencio la antigua reja del cementerio, escuché voces que no pude reconocer:” ¡Qué le habrá pasado a Ramiro! Este cajón pesa muy poco”. Tampoco pude reconocer sus rostros. Eran tres personas muy pobres.  Pero me alegré por Raúl: por lo menos, había disfrutado de la multitud de flores con que los míos habían intentado homenajearme. Anoche, cuando nos cruzamos frente a la iglesia, me lo confirmó. Estábamos asombrados por el fortuito encuentro e intentábamos ordenar los hechos cuando alguien, un ser revestido de la luz incomparable que los dos habíamos visto antes en la boca de un túnel fantástico, nos envolvió en una ráfaga.

Mientras nos trasladaba, pude comprender por qué no había podido prolongar el cuidado del jardín. Ahora, que acepto que el pasado es inmodificable,  estoy en el tiempo verdadero: futuro, por cierto. ¿Estará Raúl preparado para compartir este nuevo tramo?

 

Publicado con autorización de

la Autora: ROCIO CARDOSO

Primer premio y Mención de Honor “II Concurso Internacional de Poesía y Narrativa 2004” Instituto Cultural Latinoamericano  Junín – Argentina

 

 

 

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